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España, un Estado sin principios éticos

El Estado español, esa expresión habitual en tiempos de Franco y que ahora tanto gusta a la progresía para no pronunciar la palabra España, que les quema en la boca, no tiene principios éticos, ni buenos ni malos, que orienten la convivencia ciudadana.

Hasta no hace mucho, España era un país oficialmente católico y, por tanto, de moral pública católica, al margen de que ello fuera más o menos pertinente. No se trataba de una rara avis en el concierto internacional. Los países nórdicos eran oficialmente luteranos, y ahora hay muchos islámicos, otros todavía comunistas, y unos terceros populistas o “socialistas del siglo XXI” a la manera de la desdichada Venezuela, con su consiguiente carga ideológica en cada caso.


Las ideologías dogmáticas, entre ellas el laicismo, conducen inevitablemente al sectarismo, el cual da lugar, por su propia dinámica, a la persecución de los discrepantes, de los seguidores de otros credos o de otras ideas políticas y al secuestro de las libertades.


Pero sin unos principios éticos de valor general, la sociedad pierde el norte o la aguja de marear, y por ello mismo queda expuesta a extraviarse en los más dismadrados experimentos sociales. ¿Necesito poner ejemplos después de haber visto los últimos jolgorios de los arcoirisados? Semejante estado de déficit moral, en el que todo vale, no es exclusivo de España, sino que afecta en mayor o menor medida a todo el mundo occidental.


La Constitución española no hace referencia a ninguna norma o principio de carácter ético. Simplemente pretende, según el preámbulo, “establecer una sociedad democrática avanzada”. Ahora bien, ¿qué es la Democracia? Según Abraham Lincoln, “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”.


Se trata de una definición instrumental, que expresa un mecanismo de gobierno, una procedimiento para elegir a los gobernantes de todos los niveles. Sin embargo, no deja de ser llamativo que un puro instrumento, un mecanismo, un método de funcionamiento político, se transforme en un dogma irrebatible, avalado, en nuestro, caso por la Constitución de 1978. De esa manera la forma lo es todo, en cambio, el fondo, el sustrato conceptual que legitima esa Democracia, no sabemos qué es, ya que nadie se ha molestado en explicar los fundamentos del sistema democrático.


En España, ahora, todo el mundo es más demócrata que sus propios paridores. Políticos y plumillas sobre todo. Hasta Cayo Lara se considera el abanderado de la democracia. ¡Quién lo hubiera dicho! Un comunista, epígono de los liberticidas más feroces de la Historia universal reciente, encabezando la procesión de la Santa Democracia.


Pero todos estos y el público en general, ¿saben algo de los fundamentos democráticos, conoce la filosofía que inspira la Democracia? Según los tratadistas y politólogos, la democracia al uso en todo occidente se la llama “democracia liberal”, es decir, basada en los principios liberales.


Estos principios, inicialmente, tuvieron un origen católico. Sus precursores fueron clérigos españoles: el jesuita Juan de Mariana, seguido de los teólogos humanistas, dominicos y jesuitas, de la Escuela de Salamanca del Siglo de Oro.


Un siglo después aparece el cristiano latitudinario inglés, puritano, antipapista, John Lock, que establece los fundamentos de la democracia moderna. A él siguen otros tratadistas que no puedo detenerme en ellos.


El liberacionismo o liberalismo económico también fue iniciado por otro clérigo, el teólogo moralista de la Iglesia escocesa, Adam Smith, con su fundamental libro “La riqueza de las naciones”, al que siguieron también otros grandes pensadores. Sin embargo, posteriormente, el liberalismo se lo apropió la masonería, convirtiéndolo en arma arrojadiza en particular contra la Iglesia católica.


En todo caso, sin un principio ético rector de aceptación general, el Estado puede convertirse en un monstruo muy capaz de cometer los disparates más bárbaros o promulgar las leyes más inicuas, hasta criminales, como la del aborto.


Ese principio secularizado existe, al menos en el terreno doctrinal. Me refiero al principio de reciprocidad, del respeto mutuo, de validez general, aceptable por las iglesias cristianas, sin ser necesariamente religioso. Puede formularse así: no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti. Pongamos un ejemplo extremo, aunque real, para su mejor comprensión. Nadie quiere que lo maten, evidentemente, en consecuencia nadie puede querer ni provocar la muerte violenta de otra persona, y mucho menos de aquellos seres humanos más indefensos, como los concebidos pero aún no nacidos. Luego el aborto tendría que estar radicalmente prohibido según la ética civil del propio Estado, si el Estado tuviera una ética. Si no se hace así es porque vivimos en un Estado sin principios éticos, amoral, o más propiamente inmoral.



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