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A propósito del Sínodo de la familia

Leí con atención la Relatio de la primera parte del Sínodo de la familia y, a decir verdad, me dejó un poco perplejo. En algún momento me pasó como a Pío Cabanillas (padre), cuando decía con retranca gallega aquello de que “ya no sé si soy de los nuestros”.

Aún más perplejo leyendo a los plumillas de turno, que según estos grandes “teólogos” parece que en el Sínodo sólo se ha debatido si se admite al sacramento de la comunión a los divorciados y vueltos a casar o no. Es decir, si se abre un tanto así la mano, o se mantienen los principios de siempre. Este “enfrentamiento” hace feliz a los profesionales de titulares, siempre a la caza de posibles escandaletes. La objetividad informativa es lo de menos.


Por supuesto, no tendré yo la osadía de terciar en una controversia de tal altura doctrinal. Yo, un simple soldado de la fiel infantería, más exactamente cabo de segunda del Grupo de Regulares de Infantería de Melilla núm. 2, ahora 52. Tres años, ¿eh?, tres años completitos de mili, y de soldada dos reales diarios.


Pero si no puedo hablar en términos doctrinales, porque no soy competente en la materia, si puedo referir algunos hechos históricos, al alcance de cualquiera, para recordar los peligros que acechan a la Iglesia cuando claudica ante las presiones del mundo, cuando se “mundaniza”, cuando quiere poner su reloj a la hora del mundo.


El cisma anglicano es probable que se hubiera abortado antes de nacer, si el papa Clemente VII hubiese accedido a la demanda de Enrique VIII de Inglaterra de divorciarse de su esposa española Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, para casarse con Ana Bolena, hermana de una de las concubinas del rey inglés. Enrique VIII, buen teólogo, fue declarado por la Iglesia católica “Defensor de la fe”, por su obra Tratado los siete sacramentos, el matrimonio indisoluble incluido, con el objeto de combatir las tesis de Lutero. Pero atendió antes a sus intereses personales que a la doctrina inmutable de la Iglesia, provocando con ello un nuevo cisma doctrinal.


El relajo escandaloso de los papas renacentistas, entre ellos el valenciano de Játiva, Alejandro VI, padre de los tristemente famosos César y Lucrecia Borja (Borgia en italiano), no fue otra cosa que su total adaptación a los usos y costumbres de aquella época.


El Concilio Vaticano II, que pretendía poner la Iglesia a la hora del mundo, provocó, como es bien sabido, la gran desbandada clerical, religiosos y religiosas incluidos, no exactamente por las disposiciones adoptadas en el propio concilio, sino porque previamente se difundió la posibilidad del celibato “opcional” al modo del clero ortodoxo. Como esa licencia no la aprobaron los padres conciliares, muchos curas que querían estar en misa y repicando, colgaron los hábitos. Una vez más, problemas de bragueta, como Enrique VIII y en cierto modo la cuestión de los divorciados y vueltos a casar.


Una cosa está clarísima repasando la historia de la Iglesia católica. Cada vez que ésta quiere parecerse al mundo para atraerlo hacia sí, echando agua al vino añejo de la fe, la Iglesia pierde sustancia y de algún modo se desvirtúa, se desnaturaliza, y sufre un trauma o seísmo interno que sacude los cimientos de esa fe. Cierto que la Iglesia está en el mundo y, por ello, sufre los avatares y males del mundo, también sus bienes cuando los hay. Pretende siempre salvar al mundo. Pero la Iglesia no es de este mundo, mejor dicho, trasciende al mundo, lo sobrevuela, va más allá de los límite físicos del mundo y sus habitantes. Desde su estancia en el mundo intenta conducir a sus habitantes al más allá, a la patria celestial. ¿Eso se consigue colocándose a la altura o más bien bajura del mundo convulso y con frecuencia desnortado?


En todo caso hay que preguntarse: ¿a dónde conduce “pactar” con el mundo? Ahí tenemos el espejo de la Iglesia anglicana-episcopaliana. Ha admitido la ordenación de sacerdotisas y obispas, entre ellas y ellos a lesbianas y gays. Sin embargo, esa claudicación o adaptación a las normas y principios al mundo, ¿le ha proporcionado algún beneficio? ¿Atraen más fieles a sus templos, con estas “modernidades”? ¿Lo consiguen las iglesias luteranas de los países escandinavos, aquejados del mismo síndrome? Sus locales sagrados, de unos y otros, son un desierto, cada día están más vacíos. ¿Aprenderemos de los errores ajenos?


Ya lo dicen los viejos catecismos de la “doctrina cristiana”. Los enemigos del alma son tres: mundo, demonio y carne.



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