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El maestro de ceremonias

Cuando fuí ordenado sacerdote, tenía todo preparado, dentro de las limitaciones propias de un clérigo sencillo y corriente, como la vida misma.

Aposté por disponer de un maestro de ceremonias a la hora de celebrar la Primera Misa. Recayó en un gran liturgista, persona sencilla y cordial como él era. Se llamaba padre Domingo Crespo, miembro de los Oblatos de María Inmaculada, que era el vicario parroquial de la feligresía de San Pedro Pascual, demarcación donde mis padres tenían su domicilio.


El padre Domingo, así le llamaba todo el barrio, era un leonés de la comarca de la Maragatería, ingresó en el Seminario Diocesano y luego saltó a la congregación de los oblatos, donde fue ordenado sacerdote.


Anduvo por varios cargos en Málaga y recaló en Jaén, donde hicimos buenas migas juntos, siendo un estudiante de Teología en la Facultad de Granada. Era una persona simpática, un tanto angelical, pero con una vista de lince para hacer amigos y no perderlos nunca. Yo fuí uno de ellos.


El protagonismo que le concedí en la Primera Misa fue de un excelente maestro de ceremonias, que llamó la atención a todos los invitados, que pasaron a la sacristía a felicitarlo, a la vez que a mí.


Continuamos nuestra amistad con el paso de los años, hasta que un día enfermó gravemente. Sus superiores lo llevaron a Madrid, donde disponían de medios y lugar más oportuno para atenderlo. Estuve viéndole varias veces. La última me encomendó que le diera la Santa Unción. Las lágrimas me nublaban la vista y la sesera, fue él, quien hizo de maestro de ceremonias, por última vez, con una paz digna de los buenos hombres y curas entregados a Dios y a la pastoral con todas sus fuerzas.


A los pocos días entregó su alma a Dios. El padre Domingo igualmente está en la lista de los curas por los que rezo a diario.


Tomás de la Torre Lendínez



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