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Sentado en una iglesia vacía


Cada domingo por la mañana me arrodillo ante el sagrario de una enorme iglesia vacía en una gran ciudad. La iglesia es mi iglesia, Estrella de los Mares de San Francisco. Mi oración se distrae pensando en todo el trabajo que hay que hacer para mantener viva esta parroquia. En Nueva York, el arzobispo Dolan va a cerrar 31 parroquias y fundir otras 81. Una de ellas es la iglesia en la que fui bautizado, Estrella de los Mares, en el Bronx. Cuando el arzobispo de San Francisco me pidió hacerme cargo de Estrella de los Mares aquí, le dije con toda confianza que sin duda podría traer más vida a la parroquia. Pero al arrodillarme en esta enorme iglesia vacía, mi confianza disminuye. Mi confianza en mí mismo, quiero decir.

Durante los últimos veinte años de labor parroquial en Central Valley, trabajé duro y esperaba que la gente respondiese. Y la gente respondió: la asistencia a misa, los apostolados laicos y los ingresos se duplicaron en pocos años. Eso me hizo sentirme bien, y naturalmente me condujo al orgullo habitual en los pastores de éxito. Ahora, sin embargo, al arrodillarme en esta enorme iglesia vacía, tengo la sensación de que ha llegado la hora de la humildad. Empiezo a ver que nada que yo pueda hacer doblará el número de católicos que vienen a esta parroquia. Hay demasiada competencia para su tiempo y su dinero en esta ciudad. El secularismo ha devastado la vida familiar en San Francisco. No puedo conseguir aquí el éxito que logré en Modesto.


Tengo 53 años y es hora de rendirse ante Dios. En mis primeros 25 años de sacerdocio trabajé a un ritmo frenético, dependiendo demasiado de mí mismo. A medida que envejezco, Dios me está dando el regalo de la debilidad, de manera que sea Él el fuerte. Como mi anciano padre decía recientemente, "me estoy haciendo demasiado viejo como para seguir negando la realidad". La realidad es que es Dios quien hace crecer las cosas. Y aunque le gusta aceptar nuestra ayuda, ciertamente no depende de ella.


Así que sigo aquí, en esta enorme iglesia vacía, y es a Dios a quien encuentro en ella, no a mí mismo. Él ha hecho desaparecer mis poderes, así como la seguridad que invade a un sacerdote cuando su iglesia está a rebosar de gente. Pero he encontrado en mayor medida la única belleza y el único amor que nunca se desvanecen, los únicos que crecen cada día más brillantes. Dios me ha traído hasta esta enorme iglesia vacía para encontrarle a Él, en quien mi corazon se complace.




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