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Tras las grandes catástrofes, la solidaridad

Estamos viendo los efectos catastróficos de los grandes seísmos que está sufriendo Nepal: muerte, destrucción y desolación por doquier. Como hace años en Haití, o el supertifòn Haiyan (Yolanda) que asoló gran parte de Filipinas en noviembre de 2013. Azotes sobre países precarios, a medio hacer, algunos situados en lugares inverosímiles, devastados por las fuerzas ciegas de la naturaleza.
 
Tras estos enormes cataclismos suele actuar con desprendimiento la solidaridad internacional, sobre todo la de las naciones “ricas”, en particular las occidentales, lo cual reconcilia a uno con la humanidad, o con sectores determinados de la humanidad, y no le entran ganas de pedir al conductor del planeta que pare un instante “porque me pienso bajarme del mundo”, visto el comportamiento salvaje de no pocos grupos fanáticos.
 
El grueso de la ayuda suelen proporcionarla organismos oficiales de los países desarrollados que envían incluso maquinaria pesada para el desescombro de los edificios derrumbados y personal especializado para la búsqueda de supervivientes bajo las ruinas del siniestro. Una gran labor humanitaria que no se si la valoramos en toda su grandeza.
 
Hemos de mencionar también a las Cáritas de no pocos países, siempre dispuestas a socorrer las necesidades humanas, allí donde surjan. Mas por desdicha, no todo es oro lo que reluce en tan ingente muestras de solidaridad internacional. Conozco un cura –lo conoce todo el mundo, aunque yo lo soporté personalmente-, que cuando ocurre alguna desgracia colectiva en cualquier parte del mundo, en seguida aparece en TV haciendo publicidad de su aportación, apenas unos cuantos fardos de productos más o menos básicos. Parece que desconoce aquello del Evangelio de que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha.
 
Es sólo un caso, pero ilustrativo. Cuando la guerra de Irak –aquella de los americanos- allá se fue el cura este a llevar juguetes a los niños iraquíes, los pobrecitos, que no tenían con qué jugar. Aprovechó las cámaras de TV, a las que es muy aficionado, para poner de hoja de perejil a los malditos gringos y dejar constancia de sus devociones “sociatas”. (Lo he visto en algunos jolgorios del puño y la rosa). A mí me hizo una gracia inmensa, porque yo, niño de la guerra civil, nunca tuve un juguete de ninguna clase, ni siquiera una pelota de goma, aunque los chavales de mi calle nos pasábamos horas enteras jugado al fútbol con los “balones” de trapo que nosotros mismos nos fabricábamos. Y trenes con latas de sardinas vacías, que ni el AVE de ahora podría igualarlos. Y miren, ni fallecí ni me sentí desdichado, y aquí sigo para quebranto de la Caja de Pensiones de la Seguridad Social.
 
Ahora aparecen otros en TV como si fueran vendedores de crecepelo, exhibiendo el inevitable niño de la mosca o así, y pidiendo, por favor, diez euros al mes para evitar que este niño del anuncio se muera mañana, no más tarde, mañana exactamente. Y ¿quiénes son estos que piden con tanta premura salvar a John? No lo sé, aunque seguro que habrá quién lo sepa. Por supuesto una ONG, una del infinito número de ONGs que quieren redimir al mundo, pero con dinero ajeno. Habrá sin duda muchas ONGs que llevan a cabo un extraordinaria acción solidaria, pero ¿no se cuelan pícaros en medio de tanta generosidad?
 
¿Hay alguien con autoridad que vigile y controle a tantas ONGs supuestamente caritativas o filantrópicas como existen? “Organizaciones NO gubernamentales” que, la gran mayoría de ellas, por no decir todas, viven principalmente de las subvenciones de los gobiernos. Extraña manera de no ser gubernamental. El día que un plumilla audaz del periodismo de investigación, si es que existe, le hinque el diente a esto de las ONGs, conoceremos cada pastel... Hay mucha industria benefactora de los pobres, que no está claro si los beneficia o se beneficia de ellos. ¡Veríamos!
 

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