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Cómo la Iglesia salvó mi matrimonio

Queridos Padres sinodales:

Mi marido y yo nos casamos en abril de 2008. A pesar de un noviazgo cariñoso y una preciosa boda, los primeros dieciocho meses de nuestro matrimonio fueron terribles. Aunque nos queríamos, no estábamos preparados para los compromisos, negociaciones y renuncias a uno mismo que exigen diariamente el amor y el éxito de un matrimonio. Como personas independientes y extremadamente obstinadas, discutíamos. Discutíamos tan ferozmente y tan a menudo que cuando acudimos a una terapia de pareja, nuestra terapeuta le dijo a mi marido que debía dejarme. Siempre va a ser así, decía. Las cosas nunca cambiarán.

Hoy nuestro matrimonio es fuerte y feliz y goza de buena salud. Llevamos casados más de siete años y tenemos tres preciosos hijos. Esperamos tener más, y nos hemos comprometido a llevar una vida oculta y santa en el sacramento de nuestro matrimonio al servicio uno del otro y de los hijos que Dios nos dé. ¿Cómo tuvo lugar este cambio? ¿Cómo se salvó y transformó nuestro matrimonio?

Nuestro más firme apoyo fue la misma Iglesia. Nos fortaleció la postura de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio y su determinación de mantener esta enseñanza en la práctica, y no sólo en la doctrina. No nos dejó otra opción que intentarlo una y otra vez hasta que las cosas mejoraron. También nos dio el apoyo y la ayuda que necesitábamos. Nos confesábamos con frecuencia. Buenos sacerdotes nos aconsejaban y animaban. Parejas católicas de mayor edad nos mostraban con alegría que era posible tener un matrimonio feliz, y cómo hacerlo.

Cuando algunos miembros de nuestra familia y algunos terapeutas estaban dispuestos a aprobar que abandonásemos el compromiso que habíamos adquirido, la Iglesia no lo estuvo. No sé si nuestro matrimonio habría sobrevivido si la Iglesia hubiese cedido en su enseñanza y en su pastoral sobre el matrimonio, si nos hubiese ofrecido la falsa esperanza de una salida "misericordiosa". Por el contrario, la Iglesia nos animó a confiar en la ayuda de Dios, a buscar respuestas en las Escrituras y fortaleza en los sacramentos. Poco a poco aprendimos a practicar las virtudes cristianas de la paciencia y del perdón. Obligándonos a perseverar, la Iglesia nos enseñó cómo amarnos el uno al otro.

Los equivocados pastores que aspiran a cambiar la pastoral de la Iglesia (si es que no su doctrina) sobre la indisolubilidad del matrimonio prestan un pésimo servicio a su rebaño, especialmente a sus miembros más débiles y más vulnerables, porque las víctimas del divorcio y del nuevo matrimonio son casi siempre las mujeres y los hijos.

Cuando se introdujo el divorcio unilateral y sin causa, a las mujeres se les vendió una mentira. Se nos dijo que el divorcio vincular nos ayudaría, que nos aportaría una salida para matrimonios abusivos, desgraciados o coactivos. Lo que ha hecho, sin embargo, es hacernos vulnerables. Es más probable que sean los hombres quienes tengan un lío y es más probable que sean ellos quienes dejen a sus esposas para casarse o cohabitar con otra persona. Y una vez divorciados, normalmente los hombres vuelven a casarse antes que las mujeres.

El divorcio es la más significativa causa de pobreza entre las mujeres y los niños y la que mejor se puede prevenir. Cuando en un divorcio se dividen los bienes, la mujer y los hijos se quedan con menos de lo que empezaron y sin ingresos seguros. No es infrecuente que los maridos fallen en la manutención de los hijos. Cuesta mucho mantener dos casas... y cortejar a una nueva esposa es caro.

Cuando llegó el segundo hijo a nuestra familia caí en la cuenta de lo vulnerable y dependiente de mi marido que había llegado a ser. Como madre que se queda en casa, había renunciado a mi carrera para estar con los niños. Si mi marido me dejaba, me quedaría tirada y desesperada. Tenía la fortuna de haber obtenido varios títulos. Pero por mal que pudiese irme a mí, ¿cuánto peor sería para una mujer sin mi educación y mis privilegios?

Sé de bastantes mujeres católicas cuyos maridos las abandonaron inesperadamente por una mujer más joven. Esas madres leales sacrificaron carrera, prestigio y dinero para cuidar de sus maridos y de sus hijos. Solas ahora de repente y sin preverlo, tuvieron que encontrar una nueva casa -con frecuencia en una nueva localidad- y atender a sus hijos lo mejor que pudieron virtualmente sin ningún ingreso. Más de una vez he visto al hijo mayor abandonar el instituto para conseguir un trabajo a tiempo completo con el que ayudar a su madre y a sus hermanos menores.

El único consuelo que queda a estas mujeres es la Iglesia. Sus maridos y los legisladores occidentales pueden haberlas abandonado, pero la Iglesia no lo ha hecho. ¿Qué mensaje se les estaría enviando si la Iglesia cierra los ojos a la relación irregular de su marido y le permite recibir la Santa Comunión en misa, y además acompañado por su segunda y más joven "esposa"?

Pese a cuanto pretenden los kasperitas, no sería posible para la Iglesia permitir a quienes mantengan relaciones irregulares recibir la comunión analizando caso por caso. Sería, necesariamente, una carta blanca. Y esto significa que personas que han abusado de sus esposas y han traicionado sus matrimonios serían bienvenidas a la recepción del Santísimo Sacramento. Esto rompe completamente con el magisterio de la Iglesia tanto sobre el matrimonio como sobre la Eucaristía.

Los obispos occidentales que apoyan estos cambios parecen haber olvidado a los más débiles y vulnerables. No logran comprender la devastación producida por el divorcio y el nuevo enlace. Hablan de misericordia, pero no muestran solidaridad alguna hacia los miembros más desesperados y abandonados de la Iglesia.

Se dice que los cardenales, arzobispos y obispos tienden a escuchar sólo un lado de la historia: a menudo se dirigen a ellos quienes han abandonado matrimonios abusivos, han encontrado un nuevo amor y ahora están desesperados por que la Iglesia bendiga su nuevo arreglo permitiéndoles comulgar. Pero rara vez escuchan a parejas cuyos matrimonios han sido salvados por la Iglesia. No oyen hablar de mujeres y niños cuyas vidas han quedado devastadas por el divorcio.

Queridos príncipes de la Iglesia: no vivimos en una utopía progresista donde todo el mundo se divorcia amistosamente y luego vive feliz para siempre en nuevas familias no nucleares que funcionan bien, amplias y sin complicaciones. El divorcio y el nuevo matrimonio hacen daño. Hacen daño, sobre todo, a los hijos y a la mujer.

Señores obispos, ¿vais a unir vuestro destino al de algunos ancianos y privilegiados prelados de países donde la Iglesia está muriendo? ¿O vais a seguir a Cristo y mantener la verdad y la belleza del matrimonio? ¿Defenderéis a los más vulnerables de vuestro rebaño?

En nombre de las mujeres, de los niños y del bien de la familia católica, aparcad el lamentable Instrumentum Laboris y empezad de nuevo. No os dejéis presionar por una minoría de vuestros compañeros obispos. Resistid todos los intentos de separar la atención pastoral de las enseñanzas de la Iglesia. Sed esos buenos pastores y estandartes de la fe que Dios os ha llamado a ser.

En palabras de San Juan Pablo II, no tengáis miedo. Si sois valientes en vuestra fidelidad a la palabra de Dios y al magisterio perenne de la Iglesia, no tendréis sólo el apoyo  de las familias católicas y de los sacerdotes fieles, también estaréis guiados y protegidos por el Espíritu Santo.

Rachael Marie Collins es uno de los miembros fundadores de la Neumann Classical School.
Publicado en
First Things.
Traducción de ReL.

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