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La puerta de atrás

 Está a punto de empezar el Sínodo de los Obispos sobre la familia. Puede ser, quizá, el Sínodo más trascendental de los que han tenido lugar desde que esta institución fue recuperada por el Concilio Vaticano II. Y lo puede ser, no por el tema -ya hubo un Sínodo sobre la familia-, ni siquiera por lo que en él se vaya a aprobar, sino porque se quiera hacer de este Sínodo lo que no es.

Primero hay que explicar bien qué es un Sínodo. Se llama así a una reunión de obispos, elegidos por las respectivas Conferencias Episcopales a los que se añaden otros nombrados por el Papa. Ahí está la primera diferencia con un Concilio, pues éste es la reunión de todos los obispos de la Iglesia católica, presidida por el Papa, obispo de Roma y vicario de Cristo. En el caso de un Sínodo, hay una representación, pero no están todos y, además, el Papa puede hacer que la balanza se incline a un lado o a otro, al añadir a los que él desee; en este caso ha nombrado a 45 padres sinodales, lo cual es un número muy elevado teniendo en cuenta el conjunto; por si fuera poco, se da la paradoja de que, por ejemplo, China no estará representada -el único obispo que podría ir es el cardenal de Hong Kong, pero el Papa no le ha invitado-, mientras que Bélgica contará con tres delegados, todos ellos a cual más radical, uno de ellos elegido por los obispos de ese país y los otros dos nombrados por el Papa. Es decir, la representatividad de un Sínodo, y de éste en particular, es muy relativa y está siendo muy cuestionada.

En segundo lugar, el Sínodo, a diferencia de un Concilio, no puede aprobar ningún documento magisterial. El Concilio sí, siempre que el Papa lo asuma como propio y lo rubrique con su firma. El Sínodo ni siquiera eso. El Sínodo es exclusivamente consultivo. Su función es asesorar al Papa sobre un tema. De hecho, en los primeros Sínodos celebrados después del Concilio no se hacían públicas las conclusiones para no coaccionar al Papa y dejarle plena libertad de asumirlas en todo o en parte cuando hiciera pública la exhortación apostólica que siempre se daba a conocer más o menos un año después del Sínodo y que, ésta sí, tenía rango de doctrina procedente del magisterio de la Iglesia. Fue la presión de los medios de comunicación y las inevitables filtraciones, las que provocaron que las conclusiones se hicieran públicas al acabar el Sínodo, pero dejando claro que no tenían ningún valor doctrinal, pues éste sólo correspondía al documento que posteriormente elaboraría el Santo Padre a partir de ellas. Al Sínodo le consultan, el Sínodo ofrece su opinión y luego el Papa hace lo que cree que debe de hacer con esa opinión. Eso, nada más y nada menos que eso, es un Sínodo. Lo que aprueba un Concilio es Magisterio -cuando el Papa lo hace suyo- y lo que aprueba un Sínodo no.

¿Qué sucedería, entonces, si, como se ha dicho aunque no oficialmente, no hay documento papal postsinodal? Sin ese documento -que tiene el rango de exhortación apostólica-, el Sínodo no habrá servido como elemento base de un pronunciamiento magisterial, no habrá servido para convertirse en magisterio de la Iglesia. Apruebe lo que apruebe el Sínodo, si el Papa no firma esas declaraciones haciéndolas suyas a través de un documento -que es distinto a que dé el permiso de que se hagan públicas-, esas conclusiones no sirven, doctrinalmente hablando, para nada. Es la opinión de un grupo de obispos, con una representatividad relativa, sobre un tema. Eso es todo.

Sin embargo, puede ocurrir y es probable que en este caso así vaya a pasar, que las conclusiones del Sínodo se presenten como "enseñanza de la Iglesia" o "doctrina de la Iglesia". Esto puede suceder incluso si hay, dentro de unos meses, exhortación apostólica postsinodal, pero mucho más podría pasar si esa exhortación no existiera. Los medios de comunicación, que se han convertido en una fuente de magisterio eclesial paralelo, van a presentar las conclusiones del Sínodo como si fueran nuevas normas de la Iglesia, especialmente si en alguna de esas conclusiones se aprueba algo -aunque sea sin la mayoría de dos tercios- que va en contra del magisterio de dos mil años. Se va a presentar a la opinión pública algo aprobado por un organismo meramente consultivo como si fuera un cambio en la doctrina de la Iglesia. Si tiene que haber ese cambio, es el Papa el que tiene que hacerlo y eso llevará consigo una serie de consecuencias inevitables. Pero como eso no ocurrirá, lo que sí podría suceder es que las conclusiones del Sínodo se presentaran como un nuevo magisterio eclesial y a partir de ellas se modificara no la doctrina sino la práctica. "El Sínodo ha aprobado -pongamos por ejemplo- que los divorciados vueltos a casar pueden comulgar y usted -le dirán al sacerdote o incluso al obispo- no puede negarse a ello, pues estaría yendo contra la Iglesia". Muchos cederán y los que se nieguen, serán calificados no ya de ultraconservadores -eso ya nos lo dicen ahora-, sino de enemigos del Papa y contrarios a las enseñanzas de la Iglesia. De este modo, sin haber cambiado la doctrina, se aplicará una nueva práctica. Cuando ésta ya esté asentada, entonces se cambiará la doctrina y todos lo verán como algo normal e inevitable.

Si esto ocurriera, el Sínodo se estaría utilizando como la puerta trasera del edificio que está sin vigilancia y por la que entra el ladrón. Por eso es necesario que haya exhortación apostólica, que el Papa se pronuncie sobre los temas a debatir para que todos sepamos a qué atenernos. Y mientras tanto que quede bien claro que el Sínodo, apruebe lo que apruebe, no tiene ningún valor doctrinal y que de ningún modo se podrá decir que la Iglesia ha cambiado su magisterio porque el Sínodo haya aprobado algo que vaya en contra del mismo.

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