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Arriba no hay turbulencias

 

«Dios es el que me ciñe de valor y hace

seguro mi camino,

el que me da pies de ciervo y me sostiene

firme en las alturas...»

SALMO 18

 

Un amigo piloto que hacía vuelos trasatlánticos solía pedir la bendición antes de iniciar los largos viajes. Un día en que el tiempo estaba muy revuelto por las tormentas y él se disponía a hacer uno de esos vuelos de largo recorrido, le manifesté mi preocupación por las condiciones meteorológicas:

- No te preocupes - me dijo - es cuestión de subir un poco más; arriba no hay turbulencias.

 

Me pareció también una buena enseñanza ascética, porque en la vida del

alma sucede a veces algo similar.

Cuando andamos preocupados en exceso por lo que ocurre a nuestro alrededor (verdaderas tormentas que pueden surgir en torno a la propia familia, al trabajo, a los amigos... o en nuestra propia alma), debemos subir un poco más, aumentar la fe, rezar más y mejor, ahondar en el sentido de nuestra filiación cristiana.

 

- Allí, arriba, cerca de nuestro Padre Dios, no hay turbulencias.

-Allí, arriba, cerca de nuestro Padre Dios, hay paz, serenidad, comprensión, amor.

- Allí, arriba, cerca de nuestro Padre Dios, podemos conocer la verdadera dimensión de las cosas y de los acontecimientos.

- Todo entra en calma cerca de Dios. Allí sí que hay estabilidad. Es cuestión de subir un poco...

 

Cuando se va renqueando, «cumpliendo», la caída es muy fácil. Cuando se apunta alto y uno no se conforma con «cumplir», sino que aspira a la perfección, la seguridad es bastante mayor.

 

La meta que nos señaló Jesús es amar al Señor con todo el corazón, con todo nuestro ser y al prójimo como a nosotros mismos. Rebajar la meta es meterse en peligrosas turbulencias.

El Señor desea que estemos siempre en esa tercera dimensión, y quiere vernos serenos, seguros, tranquilos. Si nos sentimos inquietos, con trepidación interior o exterior,  subamos un poco más arriba, más cerca del Señor.

Veamos esos acontecimientos que nos hacen perder la paz desde una mayor altura, junto a Dios. Y con ojos de eternidad, el acontecer cotidiano se serena porque... ¡arriba no hay turbulencias!


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