Altamira
Yo, desde luego, mientras lo leía, muchas veces he tenido que embridar la imaginación; pues en verdad la historia que nos narra Calvo Poyato tiene personajes de enjundia, un trasfondo intelectual apasionante y una enseñanza moral que están pidiendo a gritos una novela. Si Calvo Poyato no se lanza a escribirla, tal vez algún día me atreva yo a hacerlo.
Sobre este telón de fondo, allá por 1879, Marcelino Sanz de Sautuola, un abogado cántabro con aficiones arqueológicas, se adentra en una cueva y descubre (o más bien las descubre su hija María Justina, que lo acompañaba en la excursión) unas pasmosas pinturas rupestres.
Cuando Sanz de Sautuola hace público su descubrimiento, se va a topar enseguida con la desconfianza, el desdén y hasta el escarnio de los expertos. Sólo el catedrático Juan Vilanova y Piera lo respaldará en los círculos paleontológicos europeos, donde la hostilidad será todavía mayor que en los autóctonos, con los afamados prehistoriadores franceses Cartailhac y Mortillet al frente; tal es el encono con que denigran Altamira que llegan a extender el infundio de que las pinturas son una falsificación urdida por los jesuitas.
Y es que todos los detractores de Altamira eran evolucionistas furibundos que imaginaban un hombre prehistórico al modo de un cavernícola de tebeo, tal vez capaz de elaborar instrumentos rudimentarios, pero incapacitado para la creación artística.
Que detrás de estas hipótesis subyacía una ofuscación ideológica lo prueba que los más obstinados detractores autóctonos de las pinturas de Altamira fueran profesores de la Institución Libre de Enseñanza.
Algunos de los informes periciales elaborados con el propósito de desacreditar Altamira son, en verdad, irrisorios; y un ejemplo muy ilustrativo de cómo el veneno del fanatismo ideológico puede llegar a enmarañar las conciencias.
Calvo Poyato nos ofrece, a modo de coda, un capítulo sabrosísimo en el que un anciano Cartailhac, tal vez el más activo e influyente detractor de Altamira, se retracta de sus bellacos desdenes.
Esas pinturas no fueron realizadas por monos que estaban evolucionando hacia un estado superior, sino por hombres como nosotros, pues el hombre es el único ser de la Creación que puede ser a un mismo tiempo creador y criatura.
Las hipótesis evolucionistas envuelven esta escueta verdad en una madeja muy abstrusa y barullera; pero nunca podrán negar que hubo un día en que un ser nuevo se puso a pintar en las paredes de una cueva: un ser que, siendo muy cercano morfológicamente a un mono, era a la vez un ser antípoda del mono, porque hacía algo que los monos nunca podrán hacer, por mucho que evolucionen, a pedales o a motor, que es crear arte.
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