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Carta de un monje a Juan Manuel de Prada

Me limito a transcribir el texto que, ¡oh, milagro!, me ha llegado por correo postal y manuscrito.
 
"Muy querido amigo:
 
Veo que están todos muy nerviosos en España. No es bueno estar nervioso. Se pierde la paz. Y la paz, ya lo sabe, no hay que perderla ni siquiera por el pecado. Tenga usted en cuenta que la primera y, muchas veces, la única gran victoria del diablo es arrebatarles la paz.
 
Bien. Al otro lado del espejo solo hay paz. Y claridad. Es una gran ventaja. Venere la claridad, pídala. Y desconfíe de la "transparencia": ésta solo se da en el infierno, como bien profetizó mi amigo C.S. Lewis en "El Gran Divorcio". Ahora, al demonio le ha dado por inculcarles transparencia, un gran engaño. Confíe en la sabiduría popular que siempre habló de "las cuentas claras". Pero no quisiera perderme. Yo puedo ver –en el sentido humano de "pensar"– muchas cosas a la vez: ustedes todavía no. Lo harán cuando se rasgue el velo en sus vidas. Tengan paciencia.
 
El caso es que no quiero importunar al señor de Prada con apariciones, pero me gustaría que le transmitiera usted un mensaje. Es muy sencillo: dígale que no se enfade.
 
Le dirá a usted que no se enfada, y tendrá razón. No se enfada.
En cambio, sus escritos parecen los de alguien muy enfadado.
Claro, claro: el mundo está como está y también estaban enfadados Leon Bloy y Péguy y Belloc y, un poquito menos -casi nada-, mi compañero Gilbert Keith. Newman estaba triste y Josemaría Escrivá tenía prisa.
Bueno, cada santo es un mundo y tiene su aquel.
 
Don Juan Manuel tiene un nombre muy literario y el alma grande como su cuerpo. Tener el alma grande está bien porque cabe mucha gente, muchas otras almas.
Sin embargo, ni él ni nadie deberían forzarlas a entrar.
 
Oh, deje me explique. Nadie convierte a nadie. La fe es un don. Y Dios, nuestro Señor, llama a los que Él quiere y regala la fe a quien le place. Sí, nos envió a anunciar el Evangelio. Anunciar es proclamar, no vender: usted como publicitario conoce bien la diferencia. Vender requiere "presionar", ese "push", como dicen sus colegas ingleses.
 
No podemos presionar para convertir. Porque hay muchas razones para no creer. Mire, los herejes eran gente, por lo general bien intencionada, que pretendía explicar razonablemente el Misterio. Esto es imposible, claro. Y así andamos hoy también. Intentando ser razonables. Mal asunto.
 
Mal asunto porque se acaba pactando con quienes no se debe y aguando el vino hasta convertirlo en algo peor que el agua.
 
Lo tenemos muy complicado. Haga usted que crean que la Virgen concibió sin conocer varón. Que Dios es trinitario y una de esas personas divinas se encarnó en un carpintero palestino. Que Dios es omnipotente y se deja matar. Que Dios es Amor y permite el odio y las guerras. Que Dios, Jesús, predicó la pobreza y el Vaticano está lleno de riquezas. Que nos ofrece la seguridad de una Verdad y toda la inseguridad humana posible porque Él mismo no tenía donde reposar la cabeza.
Que una persona importante como Pilatos, interesada en no cometer una injusticia, le pregunta por esa Verdad y Él calla. No da razón y dice que su Reino no es de este mundo.
 
Y luego, en el colmo de la alucinación, dicen que ha resucitado.
 
¿Cree, de verdad, que alguien en su sano juicio puede creer todo eso?
 
No.
 
Solo puede hacerlo si lo ve.
 
Si lo prueba.
 
Si lo vive.
 
Un hermano de usted creó un anuncio que decía: ¿A qué huelen las nubes?
 
Es evidente que no huelen a nada. Pero también es evidente que podemos VER las nubes de otra manera después de escuchar –escuchar es muy importante– esa frase poética.
 
¿Por qué existe la poesía? Porque hay cosas que no se pueden explicar. Y sin embargo son más reales que lo que ustedes llaman "realidad objetiva".
 
Así, querido amigo, dígale a don Juan Manuel que no escriba enfadado. La mayoría de la gente no cree porque no puede. Desde aquí se ve que ellos quieren. Y se ve también que el Señor quiere que ustedes sean más poetas, más vividores y bebedores de verdades que profetas de desgracias.
 
El Señor envía ahora a los profetas al Oriente Medio, al desierto, como siempre. Y allí se quedan y les cortan la cabeza. Ellos son los profetas. Ustedes no. Ustedes canten las misericordias del Señor, canten a las nubes y a los vinos.
 
No todos los miembros del cuerpo pueden ser ojo, ni todos oído. El martirio es el mayor regalo de Dios. No lo busquen. Y aún menos lo exijan.
 
Quiero terminar. Yo fui monje y sacerdote por la Gracia de Dios. Usted y don Juan Manuel tienen fe por la Gracia de Dios. Han recibido un regalo. Disfrútenlo. Compartan su regalo. Pero no obliguen a las pobres criaturas a jugar con ustedes si no ven el juguete. Que usted me vea a mí es otro regalo, personal e intransferible.
Por eso, siempre que hablamos, la gente piensa que usted está loco porque habla solo. Si no se ve el juguete, no se puede jugar.
Y solo se puede jugar de verdad, si uno es un niño. Nuestro Señor, una vez más nos lo puso fácil y habló de "ser como un niño". En realidad decía "ser niños", pero añadió el "como" para hacerlo más asequible.
 
Hasta que no sea muy niño no verá el juguete, ni el otro lado del espejo.
 
Entonces me entenderá. Y entonces Él vendrá corriendo a darle un abrazo infinito.
 
Mientras le abrazo yo, querido amigo, desde esta higuera y aquella nube.
 
–Buenas tardes, don Juan Manuel. Que Dios acompañe el vuelo de su alma y el de su pluma.
 
Muy atentamente,
 
Agustín, O. Cist."
 
Esta carta no estaba en el buzón. No tenía sello. Llegó a medianoche. La he transcrito y luego ha desaparecido. Bueno. Para Dios no hay nada imposible.
Paz y Bien.
 
 
 

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