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Carta a un trinitario

El padre José y el padre José María forman parte de mi infancia, como el Santuario de la Virgen de la Fuensanta. En el colegio de la SAFA donde me desbravé en los setenta daba cada sábado misa un trinitario. Eran sábados de oración y fútbol. En cuanto el sacerdote impartía la bendición los niños comenzábamos a rematar saques de esquina. Entonces creía que la media hora del sermón era el peaje que tenía que pagar por divertirme, pero hoy sé que la alegría con que jugaba se derivaba de mi pertenencia a un mundo en el que Dios estaba presente.
Si añoro aquella época no es porque eche de menos la niñez, sino porque echo de menos la atmósfera en que crecí. Cuando regreso a Villanueva del Arzobispo intento recuperar mis pasos antiguos, ponerme de nuevo en los zapatos de niño pobre bien criado. No siempre lo logro, pero cuando subo al Santuario recupero aquella sensación de dicha. Por eso me ha entristecido la noticia de que la orden trinitaria que dirige tiene previsto abandonar el lugar por falta de vocaciones. Está en su derecho, pero le propongo que antes de hacerlo cuente setenta veces siete. 
Jesús dijo que el reino de los cielos es como un grano de mostaza que crece hasta el punto de que las aves se cobijan en él. Es cierto que faltan vocaciones, pero cada sacerdote es el grano de mostaza que nos cobija a nosotros, los fieles. Y no hay que dejar a los fieles a la intemperie. Sé que la decisión de abandonar el Santuario está bien fundamentada, pero también que ninguna decisión es inamovible, que nada es irremediable. Ni siquiera la muerte, cuyo remedio, usted lo sabe, es la vida eterna.  
 

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