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De la aventura comunista de la primera comunidad cristiana

 
 
            Es un argumento recurrente, un tópico típico, casi diría cansino, que se repite hasta la saciedad y vengo escuchando desde que soy pequeñito, en bocas que son, a veces, de lo más inesperadas: el parecido entre comunismo y cristianismo. Así que, en un par de artículos, me voy a preguntar por el aserto, de su origen, de su porqué y de su coherencia, presentándoles a Vds. mis conclusiones.
 
            Por lo que hace al origen de la afirmación, la supuesta coincidencia entre cristianismo y comunismo proviene, con toda seguridad, de un pasaje bien localizado del Nuevo Testamento, aquél que relata la que cabe denominar como “la aventura comunista de la primera comunidad cristiana”. Cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles:
 
            “Todos los creyentes estaban de acuerdo y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno”. (Hch. 2, 44-45, repetido con parecidas palabras en Hch. 4, 32).
 
            Una afirmación solitaria (repetida dos veces, bien es verdad), casi extravagante, se diría, que representa medio centenar de palabras dentro de las casi doscientas mil que componen en español el Nuevo Testamento. Y que se refiere, en todo caso, a la primerísima comunidad de cristianos, una comunidad muy pequeña, -decir unos cientos, a lo mejor es decir mucho-, que vive en un ambiente sumamente hostil que le dispensa un trato discriminatorio y disgregador, tanto que acaba de eliminar de la manera más humillante a su líder y busca enconadamente a sus sucesores, a los que maltrata, encarcela, tortura y hasta ejecuta. Una comunidad que no nos equivocamos si definimos como “de supervivencia”, a la que la propiedad privada, por cierto, poco puede interesar si no es para desatar nuevas envidias y nuevos motivos de persecución, suscitando, consecuentemente, nuevas represalias, tanto que hasta se dispensa con agrado al grupo para su autodefensa y mantenimiento.
 
            Una comunidad que, por cierto, va a acabar pronto y de una forma inesperada, con un episodio poco aireado y bastante cacofónico en lo que es el mensaje de amor y perdón de su fundador, el cual permite muchas interpretaciones, algunas no tan “presentables”, digamos:
 
            “Un hombre llamado Ananías, de acuerdo con su mujer Safira, vendió una propiedad, y se quedó con una parte del precio, sabiéndolo también su mujer; la otra parte la trajo y la puso a los pies de los apóstoles. Pedro le dijo: «Ananías, ¿cómo es que Satanás se adueñó de tu corazón para mentir al Espíritu Santo y quedarte con parte del precio del campo? ¿Es que no era tuyo mientras lo tenías, y, una vez vendido, no podías disponer del precio? ¿Por qué determinaste en tu corazón hacer esto? No has mentido a los hombres, sino a Dios.» Al oír Ananías estas palabras, cayó y expiró. […] Unas tres horas más tarde entró su mujer que ignoraba lo ocurrido. Pedro le preguntó: «Dime, ¿habéis vendido el campo en tanto?» Ella respondió: «Sí, en eso.» Y Pedro le replicó: «¿Cómo os habéis puesto de acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor? Mira, aquí a la puerta están los pies de los que han enterrado a tu marido; ellos te llevarán también a ti.» Al instante ella cayó a sus pies y expiró” (Hch. 5, 1-10).
 
            El episodio, en el que, -repare el lector-, más se castiga la mentira – “no has mentido a los hombres, sino a Dios”- que propiamente el no compartir –“¿es que no era tuyo mientras lo tenías, y, una vez vendido, no podías disponer del precio?” sentencia Pedro-, va a suscitar, como no es para menos, no pocas ni poco importantes consecuencias, que ese escritor honrado y leal que es Lucas, autor del libro, no se deja en el tintero:
 
            Un gran temor se apoderó […] de todos cuantos oyeron esto” (Hch. 5, 11).
 
            Y lo que no es, a los efectos, menos importante:
 
            Un gran temor se apoderó de toda la Iglesia” (Hch. 5, 11).
 
            El temor debió de ser tan grande que a partir de ese momento no se vuelve a ver al grupo perseverar en el comportamiento comunista, y cuando la ideología cristiana y su comunidad de adeptos comienza su verdadera expansión que le lleva a trascender Jerusalén, y con Pablo, también el mundo judío, se le ve, efectivamente, compartir sus lugares de culto y practicar la caridad, la solidaridad y la mutua asistencia, pero no, en modo alguno, la propiedad de los bienes ni, menos aún, la de los medios de producción.
 
            Entendido, pues, de donde proviene el aserto que equipara a comunistas y cristianos, nos preguntamos ahora: ¿de verdad se parecen tanto una y otra cosmovisión de las cosas? Pero a esta pregunta, queridos amigos, responderemos mañana, que por hoy, creo yo, ya hemos tenido suficiente.
 
            Que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos. Seguimos con el tema, se lo prometo.
 
            ©L.A.
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