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El hombre a quien no le gustaba la Revolución Francesa

Las mejores sopas se hacen en las cazuelas viejas: es en los grandes textos del pasado donde se comprende mejor la situación contemporánea. La última reedición del clásico Reflexiones sobre la Revolución Francesa de Edmund Burke lo demuestra con esplendor una vez más. Hay que decir que el trabajo editorial es admirable: un prólogo brillante de Philippe Raynaud; un aparato crítico exhaustivo y apasionante; sin olvidar varios discursos y cartas de Burke que demuestran que, hasta su muerte en 1797, jamás dejó de luchar contra nuestra Revolución.
 
Recordemos la tesis de Burke: los “derechos del hombre” no existen; él sólo conoce los “derechos de los ingleses”. Algo que enseguida evoca a Joseph de Maistre, quien tampoco se había encontrado nunca con “hombres”, sino con italianos, rusos e incluso, gracias a Montesquieu, persas. No será la única vez que el liberal conservador inglés coincida en la misma línea con el reaccionario saboyano. Ni la única vez que inspire a todos los conservadores con su cálido elogio de los “prejuicios”.
 
Para Burke, las libertades son una herencia, un patrimonio heredado de sus ancestros, de su tradición y de su Historia. Burke es el primero en asumir “la defensa de la Historia contra el proyecto revolucionario de reconstrucción consciente del orden social”, según explica nuestro didáctico prologuista. Esta disputa dura hasta nuestros días. Vivimos todavía bajo el dominio de esos revolucionarios que no dejan nunca de “hacer tabla rasa del pasado”, para quienes todo es artificial y todo puede ser construido por la voluntad y por contrato, incluso la nación, incluso la familia, incluso ahora la elección del propio sexo.
 
Burke comprende enseguida la potencialidad tiránica del nuevo cuadrilátero sagrado de conceptos con mayúscula (“Filosofía, Luces, Libertad, Derechos del Hombre”) y las violencias del Terror que ya se anuncian, “consecuencias necesarias de esos triunfos de los Derechos del Hombre, donde se pierde todo sentimiento natural del bien y del mal”. Burke retrata, con dos siglos de anticipación.

-a nuestras élites bien-pensantes contemporáneas, que sólo tienen la palabra “República” en la boca para mejor hacer desaparecer a Francia: “Para ellos, el patriotismo comienza y termina con el sistema político que resulte acorde con su opinión del momento”;

-y a esos laicistas que reservan todo su furor iconoclasta para el catolicismo, sea cual sea el precio a pagar: “El servicio al Estado no era más que un pretexto para destruir la Iglesia. Y si, para conseguir la destrucción de la Iglesia, había que destruir el país, no tenían escrúpulos. Es así como lo han destruido a conciencia”.
 
Burke es el padre espiritual de todos los pensadores antitotalitarios del siglo XX, al haber presentido que los hombres abstractos de los “derechos del hombre”, desvinculados, desarraigados, arrancados de su fe y de su tierra, los hombres sin atributos de Musil, serían presa fácil de las máquinas totalitarias del siglo XX.
 
Pero Burke, con su ojo de águila y su prosa elegante, es también apasionante por sus contradicciones y sus limitaciones. Burke habla sobre todo para los ingleses de su tiempo. No es un conservador como los demás. Tomó partido por los “insurgentes” americanos contra el Imperio británico.  Es un liberal que cree en una sociedad de los talentos y de los méritos. Pero combate a esos sus amigos, que apoyan a los revolucionarios franceses en nombre de una democratización de las instituciones inglesas. Burke se convierte en portavoz de las desigualdades sociales y rechaza la concepción rousseauniana de la participación de los ciudadanos en el poder. No es republicano; no admite que la soberanía nacional salvaguarde la libertad de los ciudadanos. Da la razón a Napoleón, quien unos años después escribirá a Talleyrand: “La Constitución inglesa no es más que una carta de privilegios. Es un techo negro, pero con artesonado de oro”.
 
Con rara finura, Burke detecta la alianza subversiva entre las gentes del dinero y las gentes de letras, que dará la vuelta a la Francia de la Iglesia y de la aristocracia de la espada. Burke adivinó lo que Balzac describiría después. Pero, como los marxistas de antaño, hay que ver también la otra parte: Burke es el hombre de la aristocracia terrateniente inglesa que se lanza a la industria en el siglo XVIII y pretende someter políticamente a las clases populares para permitir las condiciones de la “acumulación capitalista”. Él defiende una auténtica posición de clase. Pero su posición de clase dará la victoria a Inglaterra en la lucha por la dominación mundial.
 
Burke es un conservador liberal; acepta el arbitraje supremo del mercado; está próximo a Adam Smith y es el maestro de Hayek. Pero, como todos los conservadores, su elogio nostálgico de “la era de la caballería”, del “espíritu de nobleza y de religión”, su emoción ante los encantos de María Antonieta, serán arrastrados como briznas de paja por la ferocidad del mercado, por lo que Marx denominaba “las aguas heladas del cálculo egoísta”. Él no quiere ver lo que reconocerá Schumpeter: el capitalismo destruye “no solamente el pasado que estorbaba su progreso, sino también las columnas que impedían su derrumbe”.
 
Burke es inglés y su respuesta es inglesa. Pero la Revolución de 1789 es francesa. La monarquía inglesa no tuvo la misma historia que la monarquía francesa. Las antiguas libertades fueron destruidas en Francia por la misma monarquía. Primero, para emancipar al rey de la Iglesia y de los feudos, luego para apartar al país de las guerras de religión. La Revolución Gloriosa de 1688 se hizo en nombre de la religión protestante y de la defensa de las libertades aristocráticas.
 
Dos historias, dos concepciones de la libertad. Pero Burke prefigura y anuncia la queja perpetua de los liberales franceses y de todas nuestras élites desde hace dos siglos: que Francia no sea Inglaterra. Este lamento jamás ha encontrado consuelo ni perdón: tras haber intentando durante dos siglos corregir al pueblo de sus defectos, tras haberse esforzado por anglosajonizarlo, por americanizarlo, por “protestantizarlo”, las élites del Hexágono han terminado por abandonar al pueblo francés a su incorregible suerte franchute y lo han tirado por la borda de la Historia. En nombre del universalismo y de los derechos del hombre. Burke tenía razón para desconfiar.

Publicado en Le Figaro.
Traducción de Carmelo López-Arias.

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