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Fidel Castro. Mi padre. Risto Mejide

Advertencia: el escrito que sigue es duro y descarnado como un muerto. Pido perdón si ofendo. Pido compasión por el dolor ajeno. Y por el propio.

La muerte de Fidel me ha sumido en una tristeza gris como esta mañana, y melancólica como todos mis genes. Con Fidel se va uno de los últimos vestigios de mi infancia. Y con Fidel vuelve el recuerdo desesperado de mi padre:

-Papá, ¿dónde estás?

Fidel y mi padre tenían la misma edad y eran amigos, aunque no se conocían.

Eran amigos de los pobres, de la revolución y de la honestidad.

Eran amigos del trabajo bien hecho, del esfuerzo y de la lucha; antes empuñarían un arma que una papeleta de voto, liberal y perfectamente prostituida por los mercaderes. Las urnas son adúlteras burguesas que no llegan a la noble categoría de putas. Las urnas tienen la apertura entre las piernas como las pijas tienen la hucha entre las ingles. Y los pijos se dedican a jugar a satanistas, como Risto Mejide, solo porque tienen la pasta para dedicarse a estas chorradas y la imaginación muy loca.

Rezo por tí, Risto.

-Vende todo lo que tienes, Risto. Dáselo a los pobres y sígueme.

Pero no escucharás Su voz porque eres demasiado rico.

Rezo por tí, Risto.

Como rezo por todos los turistas y traficantes y negociantes que volverán a Cuba a follarse a las mulatas y a pagar su entrada en el infierno jugando en los casinos y haciendo creer al pueblo que la libertad consiste en sodomizar al vecino y beberse un ron de marca. Todo legal, claro, hijos de puta.

Con eso acabó Fidel, pijos, pijas, burgueses e hijos de puta. Con toda esa basura liberal. Con eso quería acabar mi padre, que se cuadraba ante el Señor Jesucristo expulsando a los capitalistas del Templo Sagrado: Mi Casa es Casa de oración y vosotros la habéis convertido en cueva de bandidos. En Cuba de bandidos y ladrones.

Así, mi padre se cuadraba con el Cristo y con el Ché; y con Ho Chi Minh, resistiendo en Vietnam al napalm de Wall Street; y con Juan XXIII, el viejo que no haría nada, y montó el pifostio del Concilio, que mi padre celebró al principio y luego se dio cuenta de que le habían tomado el pelo porque el postconcilio fue marxista.

Y digo yo: ¿Qué coño esperaba mi padre, admirador de Fidel, del Concilio?

¿Qué esperaba de los jesuitas cuando su amigo Eugenio, falangista, se hizo jesuita y se fue a Bolivia, como el Ché? ¿Qué esperaba mi padre que estos idealistas viesen en Hispanoamérica? La miseria y la podredumbre moral de unos pueblos vejados por los gringos, que con el Imperio Español habían sido modelos de convivencia y desarrollo.

No puedes admirar al Ché y a Fidel y a Franco y a la Iglesia y al Tercio de Montserrat y ciscarte en el decreto de unificación y llamar meapilas a los carlistas, y cobardes a los secesionistas catalanes y sicarios de la CIA a los etarras -ahí acertó-.

O sí puedes.

No he conocido a nadie tan genial y contradictorio como mi padre.

Sí, Fidel, ya lo sé: un tirano, un asesino, un narcomillonario. La revolución se fue a hacer puñetas y yo, Mr. Castro, a vivir a lo grande y hacerme rico. No lanzó bombas atómicas, algo es algo.

Mi padre no se hizo rico porque era un revolucionario de verdad: repartió acciones a los obreros de su empresa, se endeudó personalmente para comprarles pisos, les instruía en la justicia social. Luego se hicieron de CC.OO y le montaron huelgas que, claro, desmontó él solito sin ayuda de los grises. Y luego los obreros se hicieron capitalistas y le pidieron a mi madre la pasta de las acciones regaladas.

Menos mal que el genio de mi padre no vivió para vivir tanta miseria humana.

Mi padre, periodista antes que empresario, inventó "la tercera" que le copió en "Pueblo" el ínclito Emilio Romero. Publicó en catalán, en los años duros de la dictablanda franquista, cuando los separatistas andaban escondidos y acojonados. Mi padre publicó en catalán y publicó a Picasso, comunista y censurado, y tuvo que comparecer ante el gobernador civil y casi lo encarcelan. Y se pasó al Régimen por el forro y siguió publicando en catalán: a Espinàs, a Borrás Betriu, a Luján, a Perucho, a Pla,...

Busquen por ahí el semanario "El Bruch" y sus denuncias contra las compañías de agua y de gas, y sus estafas en los años 50. Y aquellos profesores de Formación del Espíritu Nacional y aquellos curas que cobraban y no impartían sus clases, hijos de mala madre.

Mi padre denunciaba y ya. No hacía chantajes como otros, ahora, que van de moralistas y de luchadores por la libertad de expresión y tienen cuentas pendientes y dineros en Suiza y en Andorra.

Y le hicieron dimitir, porque dijo -mi padre- que para mantener a revolucionarios de salón y a la nueva clase de burgueses, él no estaba ni estaría nunca. Que él estaba para la lucha y el sacrificio y la renuncia.

Y lo dijo alto y claro a los jerarcas del Régimen, a los que llamó traidores y vendidos.

-Tendrás que dimitir, Paco -le espetó un amigo, jerarca.

-Pues claro. Y  vosotros tendréis que iros a la mierda -respondió.

Así que mi padre andaba buscando bombas de mano en la miserable Transición y montando sindicatos amarillos y doliéndose de su España y le dio un infarto, ya digo, porque Dios en su infinita misericordia no quiso que viese en qué cloaca se había convertido su país. (Como a Rita Barberá, un respeto y un silencio orante).

-La revolución, hijo, consiste en vivir como si Dios existiera; en estar con el pobre y el obrero; y en matar, si hace falta, a los explotadores. Matar es el quinto mandamiento, hijo, no es el peor. Mucho peor es la injusticia, la hipocresía y la mentira. Y el soborno o el robo. Recuerda a tu abuelo: el único cabo de cocina del mundo que entró en la cocina y salió pobre, tan pobre como siempre.

Descansen en paz los camaradas Segarra, Castro y Guevara.

 

Y si a algún católico de este sitio le molesta mi artículo, sepa que el Señor vomitará de su boca a los tibios. O sea, a los socialdemócratas, a los liberales y a los de centro.

Amén y Shalom, hermanos.

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