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La alegría de la oveja

Un sacerdote me informa de que la mies ha dejado de ser mucha. Al menos la mies practicante. Sustenta su criterio con un dato: de las casi 90 personas fallecidas desde enero en su término parroquial, apenas una decena pidió la unción de enfermos. Como lo acabo de conocer su diagnóstico no es la confidencia hecha a un amigo, sino una reflexión en voz alta. Es decir, no me hace partícipe de un secreto, sino de una conclusión: la de que hay mucha gente que se muere por lo civil.
Morir por lo civil es como escuchar a Chopin mientras lees por cuarta vez la carta en la que tu chica te informa de que te deja: un acto de melancolía. La melancolía requiere un ánimo perdedor, una predisposición fatalista, de manera que el melancólico, en lugar de salir en busca de la chica acepta que ésta le pida que salga, no sólo de su vida, sino también del piso que comparten, pues la jurisprudencia aclara que la mujer que le dice al marido que necesita su espacio termina quedándose con la vivienda. 
El melancólico que muere por lo civil tiene mucho de oveja perdida, por eso el cura que lamenta la escasez de mies no desfallece, pues sabe que no es el pastor el que necesita a la oveja prófuga, sino la oveja al pastor perseverante. Con las 99 que le quedan el pastor tiene la vida resuelta, pero es consciente de que, sin su presencia, la oveja es el aperitivo del lobo. Por eso, en el mensaje de la parábola, junto al contento del buen pastor por encontrar a la descarriada, subyace también la alegría de la oveja perdida. Más que nada porque regresa al aprisco en primera clase: en los hombros de Dios. 
 

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