Y «el Padre» volvió a ser Javi
Sobreponiéndose al llanto, Javi se convirtió en don Javier y, en un quiebro que no todos los seres humanos son capaces de hacer, se convirtió en “hijo” del hasta entonces “hermano mayor”: Álvaro del Portillo. Durante 19 años fue su mano derecha, su apoyo más fuerte, su aliado más fiel.
Cuando murió Álvaro del Portillo don Javier le sucedió. Se convirtió en -como acostumbran a llamar los fieles del Opus Dei a su prelado- el Padre. Aquel chaval madrileño, aquel hombre recio que durante muchos años había “cuidado” -con sacrificio y fortaleza- al fundador del Opus Dei y a su primer sucesor desplegó toda la potencia y la dulzura de la paternidad.
Durante 22 años impulsó el Opus Dei para que creciera sano y creativo, fiel a las enseñanzas de su fundador y sensible a los nuevos escenarios donde viven los cristianos hoy. Pero además de impulsar hospitales, dispensarios, centros de investigación o universidades impulsó sobre todo a cada miembro del Opus Dei. Era “padre” y aprendió a sonreír más, a “modular” su genio, a hablar más despacio para que pudieran entenderle los que no hablaban español.
En los últimos años, esa paternidad se había apoderado totalmente de Javi. El cariño a sus hijos espirituales, a sus amigos, era más abierto e indisimulado. Sus confidencias y recuerdos, más personales: a veces bromeaba “que me voy a emocionar”. Desde hace meses, consciente de que la vida se acababa, aprovechaba algunas de sus intervenciones para despedirse. Con serenidad. Con hombría. Y con infinito cariño. El día 3 de diciembre, dos días antes de ser ingresado, les decía a un grupo de personas del Opus Dei. “Yo estoy de paso, tenéis que rezar por el siguiente”.
El día 12 de diciembre falleció. Este jueves 15 se celebró un multitudinario y emotivo funeral en Roma. Esa ciudad que vio llegar a un chaval madrileño se despedía de un obispo muy querido. Muchos de los que asistieron habían sido testigos de su cariño, de su impulso, de sus enseñanzas. Había nostalgia y pena. Y al mismo tiempo serenidad y alegría. Para el cristiano, la muerte no es el final de la vida. Es el principio. Y además, en este caso, ante las imágenes de San Josemaría y el Beato Álvaro, más de uno tuvo la certera convicción de que el Padre había vuelto a ser Javi. Y estaba encantado de serlo.
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