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De la nueva relación entre Estado y Sociedad

 
 
            A uno que en tiempos que se antojan lejanos, -no tanto por lo que hace a número de años por cuanto lo que han cambiado las cosas-, estudió derecho, cuando le explicaban las teorías que amparaban el nacimiento del estado como institución le explicaban, dentro de las comprensibles diferencias existentes entre los distintos autores –Kelsen, Voltaire, Hobbes, Tocqueville, Marx-, que el estado nacía para administrar la sociedad y para servir a sus necesidades, pero que no era nada sin la sociedad. O dicho de otro modo, que era parte, él mismo, de la sociedad.
 
            En los últimos cuarenta años el peso del estado en la economía global se ha duplicado, ahí es nada. Como ejemplo valga el caso español, donde el el tamaño del Estado respecto del Producto Interior Bruto, -para que nos entendamos, lo que somos capaces de producir los españoles en un año-, ha pasado de un 23% en 1975, a un 46% en 2015. Es decir, casi uno de cada dos euros producidos en la sociedad los administra el estado. Pero algo parecido ha pasado en todas las economías europeas y también americanas.
 
            Dicho megalocrecimiento ha tenido no pocas consecuencias, entre otras, la del aumento de la deuda pública hasta más de un PIB completo, lo que traducido al román paladino, quiere decir que los españoles debemos, sólo en concepto de créditos asumidos por el estado y sin contar lo que cada español debe por sí mismo, todo lo que somos capaces de producir durante un completo ejercicio, durante un completo año. Me pregunto qué pasará el día que los organismos financieros dejen de financiar el megalocrecimiento de esa deuda pública, o simplemente, colapsen.
 
            Pero dicho crecimiento ha tenido otra consecuencia: la de convertir al estado en un monstruo autónomo, de gigantesco tamaño, poderosísimo, y lo que es peor, con sus propias necesidades, con sus propios intereses, con sus propias inquietudes, con sus propios agentes. Necesidades, intereses, inquietudes, agentes, muy diferentes a los de las de la sociedad a la que, en buena teoría, nació para servir, y cada vez más separados y desligados de ella.
 
            Y empezamos a ver cosas que hace unos años nunca habríamos esperado ver: impuestos que suben de manera imparable –¿alguien se acuerda cuando el tipo general del IVA apenas era de un12%?-. O algo todavía peor y más humillante: multas y nuevas multas que se suman a las numerosísimas ya existentes, las cuales no sólo castigan cada vez más comportamientos y más surrealistas, sino que, dándole al vuelta al principio de presunción de inocencia, convierten al ciudadano en un “sospechoso habitual”. Acompañadas, naturalmente, de sistemas de exacción que son cualquier cosa menos garantistas, los cuales permiten a estados que se hacen llamar democráticos comportamientos que no se permitían sistemas así llamados dictatoriales, como meterle a uno directamente la mano en la cartera o habilitar sistemas de reclamación que, por ser sustancialmente más caros que la propia multa, invitan al ciudadano no a “pagar y reclamar” –el famoso principio del “solve et repete” que nos enseñaban a los que estudiábamos derecho-, sino más bien a “pagar y callar” –el nuevo principio del “solve et tace”-.
 
            Todavía no hemos llegado al punto en el que el estado, directamente, se desentienda de sus obligaciones, y hasta la fecha, aunque decrecientes, continúa pagando pensiones y realizando prestaciones. Pero la evolución apunta en la dirección de dejar de hacerlo para limitarse a atender las necesidades de los, que de una manera o de otra, han conseguido meter la cabeza en él y forman parte de él.
 
            A la espera de que eso no se produzca pero en el aviso de que ello podría llegar a suceder, les deseo una vez más que hagan Vds. mucho bien y no reciban menos. Nos seguimos viendo por aquí.
 
 
            ©L.A.
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