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Un sacerdote en la penumbra

Hace 200 años, en febrero de 1818, un sacerdote de 32 años, Jean Marie Vianney, llegó a Ars sur Formans, un pueblecito de unos 230 habitantes situado a unos 40 kilómetros de Lyon. Lo que sucedió después se asemeja a la parábola del grano de mostaza. Es un ejemplo de cómo un hombre de fe ardiente y profunda puede llegar a ser instrumento de Dios, no solamente durante los 42 años que permaneció en Ars sino más allá de su tiempo. En unos momentos en que no abundan los sacerdotes contamos con el cura de Ars, patrono del clero secular, para pedir al Señor que envíe obreros a su mies.

Sin embargo, hay quien tiene una imagen de este santo sacerdote poco acorde con la auténtica realidad de su existencia. Pasa mucho con los santos, pues la gente se fija en portentos sobrenaturales, pero olvida que eso no los llevó a la santidad. Los llevó la fe, la humildad y, sobre todo, ser dóciles a las indicaciones del Espíritu. Un santo es alguien que tiene la seguridad de que no estamos en la tierra para llenar el tiempo y cumplir con honestidad las etapas de un ciclo vital. Todo eso es muy poco si no se da respuesta a la pregunta: «¿Qué quiere Dios de mí?».

Jean Marie Vianney debió de hacérsela muchas veces, y sin duda creyó que estaba haciendo la voluntad de Dios al aspirar al sacerdocio. Le costó muchísimo avanzar en los estudios en el seminario, aunque su curiosidad de espíritu, despertada por su afán de conocer a Dios, y que se traducía en una profunda piedad, convencieron a sus superiores de que el sacerdocio era su vocación. Fue ordenado en 1815 y tras ser vicario de Ecully, una localidad situada hoy en el área metropolitana de Lyon, fue destinado a Ars, un destino que otros habrían considerado como un castigo o como un destierro. Hay testimonios de sacerdotes rurales en distintas épocas que no llevaron de buen grado un destino semejante. A los seres humanos nos gusta lo fácil, las alabanzas en público y toda clase de distinciones que acrediten que somos los mejores, los únicos en el ámbito que dominamos. Sin embargo, los cristianos no meditamos suficientemente que Jesús nació en una cueva de Belén y pasó casi toda su vida en una oscura aldea llamada Nazaret, de la que alguien preguntó si de allí podía salir algo bueno.

Jean Marie Vianney se puso en marcha hacia Ars arrastrando una carreta con sus escasas pertenencias, y se perdió en una espesa niebla. Poco después, encontró a un pastorcito de 12 años, Antoine Givre, que le indicó la ruta. En agradecimiento, el sacerdote le dijo que él le mostraría el camino al paraíso. En la actualidad un grupo escultórico en bronce, realizado en 1936, recrea el encuentro entre el cura y el pastor, pero lo más curioso es que Antoine Givre, tras haber llevado una vida tranquila y piadosa, en compañía de su mujer y sus hijos, falleció el 9 de agosto de 1859, tan solo cinco días después de Jean Marie Vianney.

Givre le había dicho que el camino era todo recto, que estaba muy cerca. Al escuchar del muchacho que se encontraba justamente en los límites del territorio de su parroquia, el sacerdote se arrodilló para rezar. Un gesto de aceptación confiada de la voluntad de Dios que pasaría por quedarse definitivamente en una desconocida aldea, un trabajo ingrato y en apariencia poco reconocido, pero que dio entonces, y seguirá dando, una abundante cantidad de frutos.

Una iglesia sin campanas y con bastantes años sin sacerdotes, unas almas vacías de Dios… Este es el escenario para el nuevo cura. No se arriesga a la guillotina o la cárcel como los sacerdotes y religiosos de un cuarto de siglo atrás, pero se enfrenta a la indiferencia, a la hostilidad y al odio de unos campesinos privados por mucho tiempo de la palabra de Dios. Pese a todo, Jean Marie Vianney cambia la historia de Ars, y no es arriesgado decir que la de Francia y la del mundo. Los santos no son únicamente para su época. Son para todos los tiempos, y debemos buscar en ellos intercesión e inspiración.

En Ars no vence un hombre gracias a sus propias cualidades. Vence Dios mismo por un sacerdote humilde y desprendido. Jean Marie Vianney cree que solo Dios puede cambiar los corazones y confía plenamente en Él. Si Dios le ha enviado a una aldea perdida, incomunicada por caminos de fango y polvo, tiene que ser por algo. Cualquier sacerdote en cualquier parroquia, cualquier laico en cualquier ambiente, debería de estar persuadido de que ese es su lugar, pensado por Dios. No es hundirse en la mediocridad sino secundar un don de Dios que puede parecer sombrío y misterioso. El cristiano tiene que acostumbrarse a caminar en la penumbra porque cree que la luz brilla en las tinieblas (Jn 1,5). En la madrugada siguiente de su llegada a Ars, el joven párroco se arrodilla ante el sagrario de una gélida iglesia. Ora, y adora junto a una lamparilla que se consume lentamente. Pide por unas almas muy alejadas de Dios, pero pide con confianza al estar seguro de que el brazo de Dios no se ha acortado (Is 59, 1).

Publicado en Alfa y Omega.

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