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La espera


Estamos los dos solos en el desierto y el sol se pone allá lejos. 
 
Él mira sin moverse. Y yo le miro sin moverme.
 
Lleva mucho tiempo inmóvil. 
 
Hay un cielo un poco azul y un poco amarillo, y nubes grises y oscuras que el sol borda con orlas doradas. Y rayos de luz transparente que rompen las nubes y llegan a nuestros cuerpos, y proyectan unas sombras muy largas y tan azules que son sombras negras: dan miedo porque la sombra por la espalda es la bandera de los traidores.
 
Traidor es un palabra que yo no conocía hasta que él la pronunció, hace mucho tiempo. Tanto que ya no lo recuerdo. ¿Ayer? ¿Hace un año? ¿Un siglo? El lenguaje no me sirve para nada en esta desolación. No lo puedo saber.
 
El desierto palidece entre grises, amarillos y azules; y veo el sol que se ha ido y el sol que se queda en halos tenues. Él no se ha ido y sigue mirando al horizonte lejano: parece que escucha las últimas trompetas. 
 
Me sorprende porque en el desierto no tocan ya las trompetas, ni se oyen ya las voces y los gritos. Eso es de hace un tiempo que, otra vez, no sé determinar. 
Sí: trompetas y voces y gritos. Y sangre. 
El olor de la sangre vuelve de tarde en tarde, envuelto en pequeñas nubes de polvo. 
 
Él no huele la sangre ni la pólvora. 
 
El eco de las explosiones vagabundea aún por la estepa y yo escucho en silencio los morteros -esa otra palabra nueva-. Son ecos muy distantes. 
Los silbidos de los proyectiles se confunden con los ayes del viento entre las ruinas del pueblo, detrás de las últimas dunas.
 
El pueblo, destruido completamente. 
 
Queda en pie el campanario agujereado y paredes con balcones y alguna casa. 
Los muertos están debajo de las piedras y debajo de las vigas caídas. 
Están también encima de la tierra de la calle y encima de los cañones reventados. Se percibe un intenso olor a orines y a excrementos, y a carroña asada. 
Un olor casi apetitoso cuando el viento cambia de lado y viene del norte. 
 
Volvería allí para comer carroña asada y huesos calcinados. Volvería para comer cualquier cosa. Él también volvería pero está esperando. Intuye, intuyo, algún peligro innombrable.
 
Los espectros de los niños muertos deambulan todavía por el pueblo. Yo los he visto, pero él no. Si no fuera por los fantasmas me hubiese acercado a traerle algo para comer. 
 
Alguno se aproxima ahora y yo aúllo de rabia. Y el niño blanco huye.
 
Los niños blancos huyen de los gritos porque son almas hechas para el silencio. 
Yo lo sé, aunque no puedo disfrutar del silencio ni siquiera en el desierto, en la noche de la estepa, en la noche más oscura y más fría del mundo. 
Mi silencio no es el silencio que vosotros sentís. Mi silencio apenas existe. 
Mi madre, muerta, está en completo silencio al cabo de una semana;
y sé, entonces, que el viento se ha llevado todas las palabras. 
Cuando no hay palabra, se hace el silencio de la muerte. 
 
Lo sé porque lo veo y lo escucho.
 
Estamos aquí envueltos en las sombras del atardecer, en los olores de la guerra y en los quejidos de las almas en pena y de los muertos vivos.
 
Estamos aquí, en esta estepa siberiana, infinita y desnuda como el cadáver del caballo del coronel. Todos comemos la carne del caballo y algunos la carne del coronel. Yo no pruebo carne humana porque es mi amigo, el coronel. Me mira con los ojos tristes, y antes de salir con el caballo me da una palmada en el lomo y una cariñosa bofetada.
 
-No volveré, muchacho. No volveré.
 
Y se va, apurando deprisa la botella de coñac. Me mojo la lengua con las gotas que quedan en el suelo, tal es el tormento de la sed.
 
¿Qué hacemos aquí? ¿Qué hacemos a dos kilómetros del pueblo, solos como piedras solas, en medio del páramo? 
 
Eso me gustaría saber a mí. No se lo puedo preguntar porque no puedo hablar y él hace tiempo que no responde a nada que no sean los rayos del sol y los vientos arenosos del desierto. 
 
No puedo discernir el tiempo pasado. ¿Lo he dicho? No recuerdo lo que digo. 
 
Él está en el balcón de lo que llaman la casa del cura. Él, en aquel momento sí que responde a lo que le preguntan y me mira de reojo. Él, en aquel momento, tiene las venas del cuello hinchadas y el color de la cara es menos amarillo que ahora.
 
Ellos hablan. Él responde:
 
-Nada. Los continuos canticos y los motores de los carros y de los camiones, por la carretera de Belchite. Me pregunto cuándo será el próximo ataque, teniente. 
 
-Pronto. Bueno -dice el teniente-, amanece. Vete a descansar un poco, chico. Y no tengas prisa por que esos diablos rojos se decidan a atacarnos. Solo quedamos un puñado y nos barrerán en pocas horas.
 
-Moriremos luchando, teniente. Pero en el pueblo quedan paisanos, mujeres y niños. ¿Sabe lo que les hacen?
 
El amanecer permite encender algún cigarrillo porque las brasas ya no son un blanco fácil. He visto caer a algunos a mi lado por no esconder la colilla en el hueco de la mano. La sangre les mana de la cabeza y la huelo y la toco un poco, husmeo un boquete negro y gris de sesos. No sirve de nada. Me tumbo al lado del cadáver con la cabeza entre las piernas. Nada.
 
Los amaneceres son blancos y grises y azul pálido, y el aire se despeja de penumbras negras. Los cigarrillos dejan un humo pequeño y efímero como las vidas de los cachorros en el pueblo: sí, también son comidos y yo no me privo. 
 
Del desierto amarillo surge una polvareda que se acerca a las paredes de la casa del cura. Uno de los soldados de la guardia apunta el fusil en aquella dirección y el teniente se sube el cuello de la guerrera sucia y escupe el cigarrillo.
 
-¡Abran la puerta! ¡Es de los nuestros! -grita el teniente.
 
El recién llegado monta una mula exhausta, y él mismo está herido y la sangre negra mancha un vendaje alrededor de la cabeza. Viene desarmado y se tambalea sobre la montura.
 
-¿De dónde sale? -pregunta uno de los soldados que ha abierto el portón.
 
-Está herido. Y este mulo es de artillería -dice él.
 
El teniente dice que conoce al hombre. El viejo Carmelo, el carpintero, está muerto de sed. Un soldado le acerca una cantimplora. Bebe. Se limpia con el dorso de la mano, huesuda y seca. Vuelve a beber despacio. Alza la mirada hacia un infinito anaranjado por las lámparas cubiertas de papel de estraza. 
 
Y llega el comandante.
 
-¡Comandante! -grita el viejo- Vengo de estar con esos rojos extranjeros. Atacaron por la parte de mi casa hace tres días y me hicieron prisionero, después de saquear la tienda.
 
-¿Extranjeros? -pregunta un soldado.
 
-Brigadistas del general Walter -responde el teniente.
 
-Mataron a unos veinte paisanos y se llevaron a un par de mujeres que...
 
-Ya basta -el comandante palidece-. ¿Escapaste?
-No. Me soltaron con ese mulo.
 
-¿Te soltaron? ¿Qué quieren?
 
-Que se replieguen hacia Zaragoza. 
 
-¿Condiciones?
 
-Entrega de todas las posiciones del pueblo y de todas las armas. Y los mapas.
 
-¿Y si nos negamos? -pregunta él.
 
-No me interrumpa -le dice el comandante. Y él me mira resignado.
 
El viejo vuelve a la cantimplora: sorbos cortos, ruidosos. Baja la mirada del infinito naranja y regresa al cuartucho mal iluminado.
 
-¿Qué va a hacer, comandante?
 
-Pelear, amigo, pelear hasta el final.
 
Entonces él deja de mirarme, me acaricia la cabeza y susurra que no me preocupe.
Se dirige al comandante.
 
-Usted perdone, pero esto es una locura. No somos ni cien y ahí fuera hay, por lo bajo, diez mil brigadistas bien equipados y muy cabreados porque llevan siete asaltos y han perdido muchos hombres. A lo mejor...
 
-A lo mejor es usted un cobarde, ¿no? ¿Cómo se atreve? ¿Cree acaso que respetan los pactos esa gentuza? No respetan ni a los niños, ¿me oye? Debería fusilarlo ahora mismo. 
 
-Mi comandante, yo...
 
-Vuelvan a sus puestos. Todos. A quien se le ocurra flaquear le pegaré un tiro yo mismo.
 
El comandante grita y señala y cierra los puños y desenfunda la pistola. Y suda y huele muy mal. Huele a odio y a carne ensangrentada, y a fuego. Me acerco a la cantimplora y chupo un resto de humedad. El viejo me la quita y vuelve a beber, pero está vacía. 
 
Él me mira triste. Le han llamado cobarde y yo sé que no es un cobarde. El miedo se reconoce fácilmente: el miedo huele a miedo y a intestinos, y a piel blanca y dulce. 
 
En el cuartucho del cuerpo de guardia quedan dos soldados y una sola lámpara de luz naranja. Encienden cigarrillos y nos miran con los ojos tristes de cansancio y de un sueño pegajoso y gris como el desierto al que volvemos.
-¿Quiere usted llegar a Quinto? ¿Cruzar las líneas enemigas? ¿Regresar con refuerzos? ¿Qué refuerzos? Usted está loco. Todos estamos locos. Por eso mismo le dejaré marchar. Váyase con quien quiera, solo uno. Salga por la parte del cementerio y empujaremos el camión artillado por la pendiente de El Calvario. ¿Me comprende? Un despiste para ganar unos minutos. Después corra, o camine, o arrástrese, o haga lo que quiera y llegue al infierno. Vigile a la caballería argelina de esa gente: tienen el sable fácil y afilado. ¿Vio la cabeza de Gómez? Sí, claro. Pobre Gómez. Si llega a Quinto, envíen a alguien a Zaragoza, ya me entiende. Adiós. 
No, no tengo coñac. Ni una gota.
 
Y salimos del pueblo amparados por la noche oscura, nubes negras sobre un cielo negro. El resplandor del alba, intuido apenas, dibuja algunos perfiles sobre horizontes lejanos. Caminamos deprisa para cruzar la planicie desierta y llegar a las rocas secas del promontorio. Sobre la estepa somos, dice, un blanco fácil. Corremos jadeantes hasta la primera mole ocre y rojiza. 
 
-¡Maldito polvo! -dice él- Nos verán. La región puede estar llena de patrullas del enemigo. Un escondite, amigo, un escondite.
 
Me adelanto corriendo por entre peñascos rotos y artemisa y arena y piedras amarillas, polvorientas. Y allí, el riachuelo ridículo: un hilo de agua que viene de ningún sitio. 
 
-Aquí está bien, amigo. Descansaremos a la sombra de las peñas hasta que baje el sol y vuelvan las sombras. Vigila, amigo. Despiértame cuando tengas sueño.
 
En la estepa desértica pasan las horas, con un sol de fuego, que todo lo quema. 
No existen los ruidos, ni el aire casi, ni el azul del cielo porque el cielo es blanco, deslumbrante, y tampoco hay moscas porque están muertas por el calor. 
No hay vida en el páramo y solo vagan espíritus oscuros, atormentados por el fuego del sol de justicia. Yo los veo y ellos huyen, y no pueden hacerme daño porque él me colgó su medallaal cuello. 
 
No puedo dormir. 
 
El reflejo del sol sobre el hilo de agua me hiere los ojos. Un gruñido asoma desde lo profundo de mi garganta.
 
-¿Qué pasa, amigo?
 
Él se arrastra hasta las peñas rojizas y me indica que no hable, que no respire. 
El ruido sordo y metálico se aproxima. Y algunas voces quedas, solitarias. 
 
-¡Una columna de carros rusos! Se han detenido. ¿Esperan? ¿Qué esperan? Más tropas, sí, eso es: más tropas; y van en dirección a Quinto. Amigo, o corremos o no habrá ninguna esperanza.
 
Avanzamos por el riachuelo para no dejar huellas, aunque baja tan poca agua que las que quedan en el barro se petrifican como pisadas fósiles y podría seguirlas el más torpe de los guías. Es bueno el contacto templado del agua marrón. Las arenas ardientes del desierto queman las alpargatas que se deshilachan como telas de araña. No sé si ha caído la tarde o las nubes han cubierto el cielo azul de un gris plomizo y denso. Fuera ya del torrente medio seco volvemos a levantar una polvareda visible desde muy lejos: hemos salido de las últimas rocas de la pequeña sierra del Saso. Todo es amarillo y naranja. Demasiado amarillo: el puro desierto, la estepa desolada y sola por donde vagan errantes nuestras propias sombras.
 
-No quería amanecer aquí, en esta parte, ¡rediós! -clama él- Acortaremos, pero es el centro mismo del infierno y no hay una maldita sombra en muchos kilómetros a la redonda.
 
Y seguimos adelante como prisioneros del polvo y de la arena. Mi amigo se tapa los ojos con el brazo y se protege de las ráfagas de viento. Yo no puedo. Dejo caer los párpados y los granos de arena se estrellan ahí como cuchillos. Y no veo más que sombras rojas. La boca seca y llena de tierra: no puedo, no puedo sacar la lengua, pegada al paladar. Antes de que me estalle la cabeza veo al jinete de la boina roja.
 
-Dura es la travesía, paisanos. ¿Dónde van?
 
Mi amigo no lo ha visto y, por eso, no responde.
 
-¿No podéis hablar, paisanos? La lengua muerta, ¡eh, vosotros! 
 
El jinete ha detenido el caballo blanco, imponente, ante nuestros cuerpos resecos. 
 
-¿No sabemos saludar al general Cabrera, hijos de mala madre? ¡Pordioseros liberales!
 
Mi amigo no ve nada y avanza hacia el caballo. Y atraviesa al caballo y al general y a su bastón en alto que golpea el aire encendido, abrasado. El horno se ha tragado a Cabrera y el desierto ha vuelto a la soledad habitada de hálitos muertos. 
La podredumbre de todos los diablos. 
 
Aquella polvareda, al fondo, en el horizonte que dejamos atrás no es el general Cabrera, sino la columna motorizada de carros soviéticos. Y mi amigo aprieta el paso. Se tambalea. Cae. Acerco la cabeza a su cara: está ardiendo. Agarro la cantimplora y la vuelco sobre aquel rostro abrasado. Abre los ojos.
 
-¿Qué? ¿Qué haces? ¡No malgastes el agua, maldito! ¡Suelta!
 
Me aparta de un empujón y se pone en pie, temblando.
 
-¡Vamos!
 
Pero yo me he adelantado y estoy más cerca de otras rocas rojizas que han aparecido en el páramo, guardianes de las puertas de aquel Hades implacable. Polvo y sudor seco. Reverberaciones que ciegan los ojos. La lengua hinchada y caída. La soledad terrible y la tentación del suicidio. 
Suicidio es algo que he oído muchas veces, hace mucho tiempo. Los hombres, aquí, repiten "suicidio" como si fuese un ladrido y alguno incluso ríe y apunta su fusil hacia su propio pecho, al corazón. Y ríe más fuerte, ladra más fuerte. Después, deja caer el arma y llora. Y clama con aullidos de lobo. Como si fuesen de lobo, porque no he visto lobos en esta estepa: ni lobos ni zorros. Hay perros sucios y flacos, llenos de pulgas y miseria -miseria llaman los hombres del suicidio a los piojos-. Miseria está bien para describir lo que veo aquí. Lo que huelo aquí. Miseria.
 
 
 
 
 
 

 
 
 
 
 
 
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