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Cada vez menos cardenales españoles

Como es sabido, el sábado último se celebró el consistorio en el que fueron creados 19 nuevos cardenales, tres de ellos eméritos, y uno de estos últimos español: monseñor Fernando Sebastián Aguilar, claretiano nacido en Calatayud, el único español de los nuevos purpurados. ¿No había en toda la Iglesia española otros mitrados y eclesiásticos con méritos más que sobrados para merecer la distinción cardenalicia? Sí, desde luego, pero no. Me explico.

La Iglesia romana se ha extendido de tal forma que se ha hecho ya definitivamente católica, quiero decir, universal, y por lo tanto hay que dar mayor presencia en el colegio cardenalicio a las Iglesias consolidadas de América y a las emergentes de no pocos puntos del planeta, más allá de la vieja y ajada Europa. Y el mejor modo de explicitar su importancia dentro de la Iglesia es incorporar a sus pastores más significados al senado eclesial.


Naturalmente, al extender los nombramientos a otras muchas zonas planetarias, hay que restarlos de las antiguas sedes con rango cardenalicio de las antiguas iglesias europeas, limitación que afecta directamente a España, donde solamente van a quedar con opción a cardenal, quizás con alguna excepción temporal, las grandes archidiócesis metropolitanas, como Madrid y Barcelona, grandes por su tamaño y sus necesidades pastorales, pero no por otras razones más brillantes. Los tiempos en que los arzobispos de Toledo, Sevilla, Tarragona, Santiago de Compostela, Valencia, Zaragoza o los nuncios en España, eran elevados a la púrpura cardenalicia, me temo que han pasado definitivamente a la historia, y no será por hacer de menos a estas archidiócesis, sino simplemente porque ya no hay capelos suficientes para respetar tanta tradición.


No obstante, en esta ocasión se ha distinguido a un español, Mons. Fernando Sebastián, pero no por regir ahora ninguna diócesis española, sino por reconocer su gran disponibilidad al servicio de la Iglesia, yendo, frecuentemente como bombero, allí donde había necesidad de apagar algún fuego. Siendo obispo de León, fue elegido secretario general de la Conferencia Episcopal Española, con el doble trabajo que ello suponía. Luego fue nombrado arzobispo coadjutor de Granada, cuando la facultad de teología de la Cartuja, que regían los jesuitas. se subieron a las barbas del arzobispo titular, Mons. José Méndez, y emprendieron un camino teológicamente más que discutible. Finalmente Roma lo mandó a Pamplona y Tudela, donde su anterior arzobispo, don José María Cirarda se mostró demasiado complaciente con algún sector del clero navarro poco firme ante las fechorías de los etarras. En fin, verdaderos “marrones” que don Fernando supo lidiar sin estrépito ni brusquedades. Ciertamente es baturro, sí, de convicciones sólidas, pero también con una encomiable mano izquierda. El Papa ha querido premiar ahora, nombrándole príncipe de la Iglesia, toda su larga trayectoria al servicio pleno, sin reservas ni racanerías, de la Iglesia. Los que le hemos servido a él, desde la trinchera informativa, con el misma lealtad con la que él nos trataba, no podemos por menos que alegrarnos grandemente por este reconocimiento con que ha sido distinguido.



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