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11.05.1931, en dos actos (1)

Mi abuelo, el padre de mi madre, era puro “gato”. Conservamos unas memorias con una letra ilegible. Él, que lo sabía, decidió comenzar a pasar sus escritos con una “Olivetti” para facilitarnos su lectura cuando nos dejase… Este episodio, que vivió en primera persona, me lo contó en más de una ocasión. Sucedió un 11 de mayo de 1931…

Tenía 17 años, recién cumplidos, trabajaba en el nº 52 de la calle Fuencarral en los Almacenes Hernán Cortes. Era una tienda que se dedicaba a la venta de tejidos en general y confecciones. Quería ser maestro, pero tuvo que dejar los estudios. Así narra aquella jornada.


“En plena primavera, casi mediado el mes de mayo, cuando la floración alcanza el momento álgido de plenitud en su fragancia y colorido, cuando porque la naturaleza está hermoseada con sus más preciosas y preciadas galas, todo resulta bello, sucedió algo que, como un brote maligno, tumefacto, impuso sobre la esplendidez primaveral, una impronta de putrefacción nauseabunda y maloliente.


Había comenzado a agitarse, poco a poco, sí, despacio, la vida ciudadana. Proliferaban las todavía pequeñas huelgas obreras que, pretextando reivindicaciones sociales, querían ocultar su verdadero clima político. Una verdadera avalancha de mítines envenenaba aceleradamente las conciencias. Ya se producían atentados: el crimen social o político imponía su ley, ante el desconcierto y la pasividad de esa Ley, creada para evitarlos.


Así, una mañana de este mes de las flores, llego a la tienda la noticia de que habían incendiado el convento de los jesuitas de la calle La Flor, en el último tramo de la actual Avenida de José Antonio (NR: así se llamó hasta 1981, actualmente es la madrileña Gran Vía; queda claro que esta parte de las memorias se redactó antes de los años ochenta).


Le dije al sobrino de mi jefe:

-Voy a ver si es verdad. Si pregunta su tío por mí, me ha mandado Vd… a donde se le ocurra… ¿De acuerdo?

-Venga, sí; pero no tardes.


Salí corriendo como un gamo. Cuando llegué ante el convento, este ardía en su total edificación. El público, muy numeroso, estacionado enfrente, contemplaba el incendio con sorpresa y asombro. Unos cuantos mozalbetes proferían gritos procaces, groseros, de burla, insultando a la religión y sus figuras representativas. Dos parejas de guardias de Seguridad a caballo, parecían conservar el orden público, cuando solo eran simples espectadores, como los demás, pues su no intervención era definitiva, ante la sorpresa general que veía como el fuego, incrementándose, comenzaba a destruir el edificio devorado por las llamas, sin actuación alguna del Cuerpo de Bomberos.



Era irritante presenciar aquel horrible espectáculo, pero no solo por lo que pudiera significar tal hecho, sino porque parecía preparado por los propios gobernantes, o era una concesión de estos a las masas, a parte de ese pueblo, sin duda insatisfecho, por no haber podido realizar esa acción revolucionaria, quizá para ellos imprescindible, en la institución del nuevo régimen. Sí, no podía pensarse otra cosa. Las autoridades no intervenían; la hoguera en que se había convertido la residencia de los jesuitas, a quienes antes obligarían a una temerosa y precipitada fuga, no se atajaba, crecía más y más, crepitando en el silencio expectante de aquella triste mañana en todo fulgía: el sol… las llamas…

Me retire apesadumbrado, despacio… Una pena intensa me hacía caminar como sin ganas de hacerlo. Aquella visión dantesca, ni era comprensible, ni podía asimilarla. ¡Cómo imaginar que la mente humana fuera capaz de tal monstruosidad!


Cuando llegué al almacén, mis pobres noticias, mi tierna experiencia, habían sido ampliamente rebasadas por las que llegaban sin cesar. Los incendios extendían su radio de acción. No era un brote aislado o esporádico lo que mis atónitos ojos habían visto, pues la tea incendiaria, multiplicándose, hacía elevar la nube negra de un negro humo, que señalaba en lo alto, aquí y allá, cerca y lejos, el emplazamiento del santuario profanado".


En documento gráfico lo recoge el ABC:

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