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La paz ronda los jardines vaticanos

Febrero de 1957. Oriente Próximo arde, como casi siempre. John Foster Dulles, secretario de Estado con el presidente Eisenhower, invita a un representante israelí y otro sirio –judío el primero, musulmán el segundo– a mantener una conversación privada sobre el conflicto. Cuando se encontraron, el secretario de Estado les estrechó calurosamente la mano, sonrió y dijo: «¿Por qué no nos sentamos los tres juntos y, de corazón a corazón, resolvemos esto como tres caballeros cristianos?» El lapsus linguae del secretario de Estado deja perplejos a israelíes y sirios. Él mismo se da cuenta de su desliz y enrojece. Pero a la sorpresa inicial sigue una amplia sonrisa de los interlocutores. Comprenden lo que ha querido decir el secretario de Estado. Se dan cuenta de que, efectivamente, como observa Harvey Cox, en las tradiciones religiosas hay recursos importantes, no siempre aprovechados para resolver los conflictos mundiales.

Esto es lo que ha hecho Francisco. Sin incidir en confusiones, ha invitado a los líderes israelí y palestino a rezar por la paz. Nada de mediaciones políticas. Se trata de dar un respiro a la diplomacia, sacar la cuestión de la paz en Oriente Próximo de las reuniones políticas –donde languidece desde 1948– y desplegar la principal arma de las religiones: la oración.


Aun admirando la fe del Papa, bastantes ambientes –sobre todo mediáticos y políticos– son bastante escépticos acerca de los efectos de esta iniciativa.


También lo fueron cuando el 1 de septiembre Francisco pidió oraciones por la paz en Siria, concentrándolas el 7 de septiembre, en un día de oración y ayuno. Desde Alaska a Nueva Delhi, sus responsables transmitieron este mensaje en sermones o redes sociales. Grupos de no creyentes se unieron. Lo que se presentaba como una espiral de muerte, con EEUU y Francia preparados para el ataque, se transformó en un clamor mundial por la paz.


El 14 del mismo mes, Washington y Moscú firmaban un acuerdo exigiendo la destrucción de los depósitos de armas químicas sirias. El presidente sirio aceptó inmediatamente. La amenaza de guerra se disolvió como un azucarillo en el agua. Algo similar –aunque con más recovecos– sucedió con el crack político del Telón de Acero. «Rezar cuesta poco», dirán los escépticos. Los prudentes creen que rezar juntos ya es un modo de dar el primer paso de un camino, aunque sea largo.


Ciertamente, la paz no depende solamente de la oración. Pero desde luego crea un climax favorable a ella. Cuando todo el proceso de paz en Oriente Próximo está en coma, lo único que queda es rezar. Así ocurre cuando entra en coma un ser querido. Así ha procedido Francisco. «Mover montañas» es lo que se necesita en Oriente Próximo. Las montañas del odio, del cálculo político y de la violencia. Y esto solamente es posible con fe.


Las caras de Simon Peres, Abu Mazen y el Papa Francisco, escuchando en los jardines vaticanos las oraciones leídas por sus respectivas delegaciones, eran una mezcla de esperanza y sorpresa contenida. Esperanza, porque la realidad es que hoy vivimos una guerra llamada paz. Cuando está quebrantada la paz en cualquier parte, está en peligro la paz en todo el mundo. La esperanza lleva a neutralizarla de cualquier modo. Y sorpresa, porque los protagonistas del acto de ayer estaban viviendo un evento inédito, sin precedentes. Un acontecimiento en el que sobrevolaba la idea de que quien no escucha y dialogue con los adversarios no podrá entenderlos nunca.


«Trae la paz a la tierra de la paz», dijo el representante palestino ; que «las naciones no preparen más la guerra», repitió el rabino israelí; «abre nuestros ojos a la paz», concluyó el obispo católico. Fueron tres ideas que luego, de uno u otro modo, repitieron Francisco, Peres y Abu Mazen en sus intervenciones finales. La paz hay que construirla pieza a pieza de un complejo puzle, y unir esas partes con el cemento de la comprensión, la energía y la imaginación. Nadie ha dicho que ese cemento no pueda ser la oración.


Rafael Navarro-Valls es catedrático y académico de la Real Academia de la Jurisprudencia.


© El Mundo



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