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Monarquía y república

Desde que Juan Carlos I anunciara su abdicación, hemos tenido ocasión de escuchar muchas apologías (con frecuencia, meras logomaquias) de la monarquía y la república. Siendo completamente sinceros, hemos de reconocer que los apologistas de la república suelen ser, por lo común, mucho más convincentes que los apologistas de la monarquía, por una sencilla razón: sus apologías republicanas son sinceras y coherentes, mientras que las apologías monárquicas resultan siempre utilitarias, inconsistentes y molestamente aderezadas con cuadros amedrentadores de épocas republicanas pretéritas.

La razón por la que los apologistas republicanos resultan más convincentes que los monárquicos es bien sencilla: mientras los republicanos creen en unos principios (que sean acertados o erróneos es otro cantar), los exponen y desarrollan sin ambages, los monárquicos escamotean sus principios (o simplemente no los tienen y los sustituyen por «razones de conveniencia»), de tal modo que sus apologías resultan vacuas, dejando además el fétido regusto de que solo desean preservar su posición.


Afirmaba Donoso Cortés que toda gran cuestión política supone y desarrolla una gran cuestión religiosa. Esta observación fundamental no ha escapado a ningún pensador de cierta envergadura: así, por ejemplo (por citar a alguien en las antípodas de Donoso), Proudhon escribía en Confesiones de un revolucionario: «Es sorprendente que en el fondo de la política encontramos siempre a la teología». En efecto, no puede separarse la historia de las creencias religiosas de un pueblo de la historia de sus instituciones; y, todavía más, cada régimen político refleja las tendencias de la religión dominante en su época. El régimen político natural de la sociedad católica era la monarquía tradicional y representativa, que se convirtió en monarquía absoluta en los países protestantes. En España, la monarquía tradicional alcanza su apogeo cuando la sociedad era más netamente religiosa; y empieza lentamente a declinar cuando flaquean tales creencias y la monarquía se contamina de absolutismo.


La monarquía tradicional creía en el origen divino del poder; la absolutista, en el origen divino de los reyes, cosa muy distinta, pues desde el momento en que el rey se cree un diosecillo es inevitable que acabe infatuándose: surge así el concepto de ´soberanía´ definido por Bodino, al principio soberanía absoluta del rey, posteriormente soberanía popular en la era de las revoluciones, que no hacen sino transferir al pueblo un poder que ya había perdido, para entonces, su entronque divino. Y como la bajada del termómetro religioso apareja la subida del termómetro político, la soberanía popular, organizada democráticamente, hubo de fundar una serie de mitos políticos (a modo de sucedáneos de los dogmas religiosos, para llenar su hueco): derechos humanos, división de poderes, etcétera. Y, al lado de estos mitos políticos, una ´técnica´ de funcionamiento que habría de consagrar una nueva modalidad de político que desempeña su labor sin fin moral alguno, según avizorase Tocqueville en La democracia en América: «He visto otros que, en nombre del progreso, se esfuerzan por materializar al hombre, queriendo tomar lo útil sin ocuparse de lo justo, la ciencia lejos de las creencias y el bien separado de la virtud: he aquí, se dice, a los campeones de la civilización moderna».


Estos campeones de la civilización moderna ya no son guerreros dispuestos a ofrendar su sangre para proteger a su pueblo de los abusos del Dinero, al estilo de los viejos reyes, sino jugadores al servicio del Dinero (¡bien pagaos!) que se organizan en equipos (partidos políticos) y compiten en estadios (antaño parlamentos, hoy también platós televisivos), jugando a veces en casa (cuando gobiernan) y a veces fuera (oposición), para disfrute o cabreo de sus respectivas hinchadas; y el modo fetén de organizar este juego ¡la liga de campeones del mundo mundial! es la república.


Lo cierto es que un rey no pinta nada en esta liga, ni siquiera como ´árbitro´ (así llaman eufemísticamente los apologistas de la monarquía la posición del rey, aunque saben que más bien es un ´dontancredo´), porque los reyes lo son cuando mandan y son depositarios de una encomienda divina. Si el clima de la época rechaza tal encomienda, o simplemente no la reconoce, la monarquía ya no se puede defender sino mediante subterfugios, como ocurre siempre que se defiende algo escamoteando su verdadera naturaleza. De ahí que los apologistas de la monarquía resulten tan poco convincentes. A los pueblos sin teología solo les queda la república, coronada o sin coronar; y es que el moderno, como ironizaba Paul Valéry, se conforma con poco.


© XL Semanal



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