Reinante o emérito, da igual: Papa es
Os he convocado a este Consistorio, (…) también para comunicaros una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia. Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, (…) siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro….».
Totalmente repentinas, pronunciadas en latín, en voz baja, estas palabras fueron una sacudida que en pocos minutos dieron la vuelta al mundo, también en países que no tienen una mayoría católica, ni siquiera cristiana, pero en los que se entendió rapidamente la novedad histórica de dicho acontecimiento. No hay que olvidar incluso que para el protestante Obama, el ortodoxo Putin y el anglicano Cameron, el Pontífice romano sería hoy en día la autoridad moral más alta del planeta.
Volviendo a ese 11 de febrero, festividad de la Virgen de Lourdes, quien conoce el mundo católico sabe que aún hay quien se interroga y se confronta, incluso duramente. Las facciones parecen ser dos: por un lado los custodios de la Tradición, para los que la “renuncia” (no "dimisión", pues el Papa no tiene a nadie en la tierra ante quien presentarla), aunque prevista por el Código Canónico, ha constituido una especie de defección, como si Benedicto XVI considerara su función como la del presidente de una multinacional o de un Estado, que necesita retirarse a una vida privada con el declinar de la edad en nombre de consideraciones de eficacia, que fueron sin embargo rechazadas por la larga agonia pública elegida por Juan Pablo II.
En el otro lado, la facción de quienes se alegran porque según ellos la renuncia significa el fin de la sacralidad del pontífice, del aura mística alrededor de su persona y, por consiguiente, sería la adaptación del obispo de Roma a la norma común de todos los obispos, deseada por Pablo VI. A saber: la renuncia al gobierno de una diócesis y de los cargos oficiales cuando se llega a los 75 años de edad.
Sin embargo, en el fondo quedaban preguntas que parecían no tener una respuesta adecuada: ¿por qué no elegir llamarse “obispo emérito de Roma“ (como sugería la misma Civiltà Cattolica) en lugar de “Papa emérito“? ¿Por qué no renunciar al hábito blanco, aunque ya no lleve la esclavina y el anulus piscatorius en el dedo, signo de la autoridad de gobierno? ¿Por qué no retirarse en el silencio de una monasterio de clausura, en lugar de quedarse en los límites de la Ciudad del Vaticano, junto a San Pedro, confrontándose a menudo, aunque de manera privada, con el sucesor, recibiendo a los huéspedes y participando en ceremonias y canonizaciones como recientemente las de Juan XXIII y Juan Pablo II? Confieso que yo también, en mi perplejidad, me había planteado estas preguntas.
Una respuesta a estas preguntas viene ahora de un estudio de Stefano Violi, estimado docente de derecho canónico en las facultades de Teología de Bolonia y de Lugano. Vale la pena examinar esas densas páginas, porque con la decisión de Benedicto XVI se han abierto para la Iglesia escenarios inéditos y, de algún modo, desconcertantes. Es previsible que las conclusiones del prof. Violi susciten debate entre los colegas, visto que la hipótesis de este canonista es que la decisión de Ratzinger es profundamente innovadora y que los Papas vivos ahora son de verdad dos, aunque uno de ellos voluntariamente “limitado”, por decirlo de un modo algo simple pero, nos parece, no erróneo.
Para entenderlo, ante todo hay que descartar la plétora de delirios de los que piensan que detrás hay complots, y tomar en serio a Benedicto XVI, que ha hablado del peso creciente de la vejez como motivo principal y único de su decisión: «En estos últimos meses, he notado que mis fuerzas han disminuido… he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino…».
Pero estudiando de manera más profunda el riguroso latín con el que Joseph Ratzinger ha acompañado su decisión, el ojo del canonista descubre que ésta va más allá tanto de los escasos antecedentes históricos como de la disciplina prevista para la “renuncia” por el Código actual de la Iglesia. Se descubre que la intención de Benedicto XVI no era renunciar al munus petrinus, al oficio, es decir, a la tarea que Cristo mismo atribuyó al jefe de los apóstoles y que ha sido transmitido a sus sucesores. La intención del Papa ha sido renunciar sólo al ministerium, es decir, a la administración concreta de esta tarea. En la fórmula empleada por Benedicto se distingue, sobre todo, entre el munus , el oficio papal, y la executio, el ejercicio activo del oficio mismo. Pero la executio es dúplice: existe el aspecto de gobierno que se ejercita agendo et loquendo, trabajando y enseñando.
Pero existe también el aspecto espiritual, no menos importante, que se ejercita orando et patendo, rezando y sufriendo. Es lo que estaría detrás de las palabras de Benedicto XVI: «No vuelvo a la vida privada… Ya no tengo la potestad del oficio para el gobierno de la Iglesia, pero en el servicio de la oración permanezco, por así decirlo, en el recinto de San Pedro». “Recinto” que no hay que entender sólo en el sentido de lugar geográfico en el que vivir, sino también como “lugar“ teológico.
He aquí, por consiguiente, el porqué de la elección, inesperada e inédita, de hacerse llamar “Papa emérito“. Un obispo sigue siendo obispo cuando la edad o la enfermedad le imponen dejar el gobierno de su diócesis y se retira para rezar por ella. Con mayor motivo el obispo de Roma, al que el munus, el oficio, la tarea de Pedro, se la ha conferido una vez por todas, para toda la eternidad, el Espíritu Santo, valiéndose de los cardenales reunidos en cónclave como instrumentos.
Esta es la razón de la decisión de no abandonar el hábito blanco, aunque esté privado de los signos del gobierno activo. Esta es la razón de la voluntad de estar junto a las reliquias del Jefe de los apóstoles, veneradas en la gran basílica. Como dice el profesor Violi: «Benedicto XVI se ha despojado de todas las potestades de gobierno y de mando inherentes a su oficio, pero sin abandonar el servicio a la Iglesia: este continúa, mediante el ejercicio de la dimensión espiritual del munus pontifical que le fue confiado y al que nunca he tenido intención de renunciar. No ha renunciado a la tarea, que no es revocable, sino a su ejecución concreta».
Tal vez por esto Francisco no ama definirse “Papa”, pues es consciente de compartir el munus pontifical, al menos en la dimensión espiritual, con Benedicto. En cambio, lo que Francisco ha heredado por entero de Benedicto XVI es el oficio de obispo de Roma. Por esto ésta es su autodefinición preferida, como bien sabemos desde las primeras palabras de saludo al pueblo tras su elección, hasta el punto que muchos, sorprendidos, se preguntaron porque no había utilizado la palabra “Papa” o “Pontífice” en un ocasión tan solemne, delante de las televisiones del mundo entero, hablando sólo de su papel de sucesor al episcopado romano.
Entonces, ¿es la primera vez que la Iglesia tiene de verdad dos Papas, el reinante y el emérito? Como dice el canonista profesor Violi «parece verdaderamente que esta haya sido la voluntad del propio Joseph Ratzinger al renunciar sólo al servicio activo, que ha sido un acto solemne de su magisterio». Si de verdad es así, tanto mejor para la Iglesia: es un don que exista, el uno al lado del otro también físicamente, el que dirige y enseña y el que reza y sufre, para todos y por todos, pero especialmente para sostener a su hermano en el oficio pontificio diario.
© Il Corriere della Sera
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)
Enviar comentario