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Y aztecas e incas ¿cuándo van a pedir perdón?

 
Y aztecas e incas ¿cuándo van a pedir perdón?
 
 
            Pedir perdón es un ejercicio muy saludable, que además de mejorar la relación entre las personas acostumbra a producir en la propia persona que lo pide un relax, un confort difícilmente explicable y muy satisfactorio.
 
            El Papa ha pedido perdón por los excesos cometidos por gente de Iglesia, por cierto, españoles en su grandísima mayoría, en la evangelización de América. No es el primero que lo hace. Ese papa llamado San Juan Pablo II cuya generosidad en el pedir perdón tuvimos ocasión de glosar en estas líneas (pinche aquí si le interesa el tema), ya lo había hecho por lo menos una vez, el 22 de noviembre de 2001 en su exhortación apostólica postsinodal “Ecclaesia in Oceania” por los abusos de los misioneros contra los pueblos indígenas:
 
            Ahora bien, estas peticiones de perdón, como vemos incluso reincidentes, procedentes de determinadas instancias e instituciones y no acompañadas nunca por las que deberían proceder de otras instancias e instituciones, -una consecuencia más de eso que en su día ya dimos en llamar la asimetría que impera en el discurso del s. XXI (puede Vd. pinchar aquí si le interesa saber a qué nos referíamos)-, tienen un efecto perverso e indeseable, cual es el de disfrazar la historia, distorsionarla hasta grados inadmisibles, reduciéndola a un relato infumable de buenos y de malos, de agresores y de víctimas, de justos y de injustos, que no se corresponde con la verdad histórica.
 
            El de la evangelización americana es un caso de libro. El “Manual de Historia para neoprogresistas”, también conocido como “Aprenda historia en menos tiempo que Zapatero economía” pone toda la carne en el asador para presentarnos una sociedad americana prehispánica idílica, mágica, paradisíaca, donde unos indígenas barbilampiños e inocentes, bondadosos hasta la ingenuidad, unidos en un común interés de convivencia y bonhomía, ven de repente truncada su existencia por la irrupción en el paraíso construido con gran esfuerzo durante siglos, de unos extranjeros barbados y ambiciosos, malvados hasta el extremo, armados de unas espadas y con ellas, unas cruces que son, en realidad, la peor de las armas, porque no tienen otra finalidad que el ocultar el filo de las primeras.
 
            Pues bien, la realidad americana pre-hispánica no sólo es peor que la realidad americana propiamente hispánica… es que es infinitamente peor. El grado de atrocidad y crueldad alcanzado por los indígenas americanos antes de 1492 y aún después mientas pudieron, halla escasos precedentes en la historia de la Humanidad. Más allá de la rudimentarísima cultura de las distintas tribus americanas -sólo a modo de ejemplo, en ningún lugar de América se conocía la rueda, de leer y escribir ni hablamos-, las tribus americanas prehispánicas practicaban con inusitada afición la antropofagia, mientras los dioses americanos prehispánicos se alimentaban de la sangre no sólo de los prisioneros en tiempos de guerra, lo que ya estaría suficientemente mal, sino de la de las más hermosas doncellas de la propia tribu en tiempos de paz. La belicosidad de las distintas comunidades americanas prehispánicas alcanzaba cotas inimaginadas, y la guerra no conocía leyes, culminando cada batalla en las peores carnicerías imaginables. A los efectos, no está de más recordar que junto al genio militar de los grandes generales españoles que fueron Cortés y Pizarro, ninguno de los dos habría podido realizar la gesta que inscribe su nombre en la historia de no haber sido por la ayuda, el primero, de los tlasclatecas, que alguna deuda pendiente se traían con los aztecas, y por la existencia previa a su llegada, el segundo, de una guerra civil entre dos hermanos.
 
            Ya va siendo hora de que los indios americanos se pidan perdón los unos a los otros por las terribles atrocidades que aún hoy seguirían cometiendo con toda seguridad de no ser por la llegada un buen día del año 1492 de unos barbudos personajes provenientes de allende. Y de paso, por el mucho mal que muchos de ellos infligieron a bienintencionados y voluntariosos misioneros, que sólo vieron en la aventura americana la oportunidad de ganar nuevas voluntades para Cristo mientras al mismo tiempo, enseñaban a un pueblo absolutamente primitivo y rudimentario las bases de la civilización que hace posible el bienestar y la convivencia, que fundaron ciudades y universidades, muchos de los cuales acabaron crucificados, empalados, mutilados, cuando no digeridos en los estómagos de los bonhomínicos y candorosos indígenas supuestamente incapaces de todo mal.
 
            Podemos optar por esto, es decir, porque cada uno pida perdón por sus faltas… no está mal. Podemos optar también porque nadie pida perdón por las faltas que cometieron personas con las que solo nos une un árbol genealógico (y a veces ni eso) y nos dediquemos a olvidar de una vez y a mirar para adelante. Pero que pidan perdón los de siempre, y no lo pidan los de nunca, no es la solución. Sólo agrava el problema… ¡si es que tal existe o no lo estamos creando a base de pedir tanto perdón!
 
 
 
            ©L.A.
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