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Adviento: la temible carrera hacia el seis de enero

 A menudo, los padres, nos llevamos la contraria a nosotros mismos. Personalmente, me paso el Adviento pensando en cómo mostrar a mis hijos que la Navidad es alegre porque nace Jesús, que todo lo demás es accesorio. Que el solo misterio del Dios hecho Hombre, el Nacimiento de Dios, por sí mismo, es la fuente de toda la alegría navideña y del conjunto de nuestras vidas; porque es en la Navidad donde comienza la historia de la salvación del mundo, de la victoria sobre el pecado. Sin embargo, en el día a día, me paso las horas pensando en los regalos que vamos a pedir a los Reyes, o repitiéndoles que tienen que portarse bien porque Sus Majestades les observan detenidamente. Así, incurro en mi propia contradicción: mostrando, por un lado, que deben portarse bien para recibir sus regalos, mientras trato de hacer hincapié en la maravilla del Nacimiento de Nuestro Señor.

Lo más asombroso de todo es que, en el fondo, a ellos, en su infantil inocencia, lo que más les mueve y les ilusiona es el Misterio que rodea toda la Navidad y no la cantidad o calidad de los regalos que recibirán.

A ellos les resulta fascinante el hecho de montar un Belén, llenar el árbol de adornos, llevar a su Niño Jesús hasta la iglesia como quién transporta su tesoro más preciado para que lo bendiga el sacerdote, ir a cenar hasta las tantas a casa de los abuelos cantando villancicos y tocando la pandereta (o, como dice el villancico, cualquier cacharro de los cajones de la cocina que haga ruido suficiente...), pasear por las calles iluminadas o acostarse el cinco de enero sabiendo que Melchor, Gaspar y Baltasar entrarán por el balcón a dejar un montón de regalos para todos.

Curiosamente, mi hija María no tiene ni idea de lo que le trajeron los Reyes el año pasado, pero tiene grabado en la memoria que su padre le contó que los camellos se habían quedado esperando en la terraza para no ensuciar toda la casa. Y lo cuenta fascinada y con los ojos abiertos como platos.

Estas Navidades, pienso que no quiero que mis hijos reciban más regalos de los que necesitan; y que el tiempo que tendría que invertir en hacer de paje de los Reyes, prefiero dedicarlo a disfrutar de cada minuto con todo lo que ya tenemos y, sobretodo, de nuestro tiempo juntos. No quiero terminar exhausta después de patearme todas las tiendas de juguetes de Madrid. No quiero perder la perspectiva buceando durante horas por Amazon viendo qué es lo que más les puede gustar.

Prefiero sentarme horas a no hacer nada con mi familia, a jugar con ellos, a disfrutar también del no jugar, del dejar que surja cualquier actividad, del observar cómo ellos mismos montan la fiesta cantando y danzando alrededor de la alfombra del salón, a contemplar cómo todos se tiran encima de su padre entre carcajadas o cómo corren por el pasillo perseguidos por un lobo ficticio de dos años que no lleva máscara, ni caretas y simplemente ruge lo mejor que puede, a llenarnos con el contacto físico, con mil abrazos y mil besos, a mirarles a los ojos, a sonreírles, a aplaudir cada gesto, cada hazaña, cada logro, a quererles, en definitiva, y hacer que se sientan queridos.

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