Católicos zarpa a la greña
Ya en los inicios democráticos, tras la invasión francesa de 1808, se formaron banderías. La sucesión de Fernando VII, al que los falangistas llamaban siempre el “rey felón”, fue una tragedia griega pero a la española, o sea, entre folklórica y sangrienta.
Aunque desde Recadero (559-601) España siempre había sido una nación católica, el pleito sucesorio dio origen a la fractura de la sociedad entre liberales y carlistas, mejor dicho, entre masones y ultramontanos. Los primeros defensores de la Isabelona, los segundos de Carlos María Isidro y la Santa Tradición.
Al final de aquel período terminó viniendo la despendolada Primera República, aún mucho más masónica que el período isabelino y además rota en cantones (tal que ahora). Finalmente surgió Cánovas del Castillo, que configuró la restauración de la monarquía en la persona de Alfonso XII, hijo de doña Isabel II y del comandante de ingenieros valenciano (llegó a general de división) Enrique Puig Moltó, según el decir de mis amigos carlistas -que he tenido muchos y muy entrañables-.
Cánovas hizo redactar una Constitución, la de 1876, que privilegiaba de manera importante a la Iglesia católica, pero a cambio de tenerla bien sujeta a la corona. Objetivo: sustraer del campo carlista a los obispos y al clero, en su gran mayoría afines a la dinastía carlista, que se declaraba antiliberal. Entonces el liberalismo era pecado, el decir del sacerdote de Sabadell Sardá y Salvany. Cierto que todos los dirigente liberales eran masones y la masonería combatía a la Iglesia (los mandiles todavía están en esa guerrita).
Esa división de los católicos perduró durante toda la Restauración, donde teníamos, por un lado, a los católicos asentados en el sistema, o sea, a los alfonsinos; por otro a los carlistas de toda la vida, que en mi tierra valenciana les llamaban “purets” (los puros), a los que les salieron varios brazos disidentes: los integristas de Ramón Nocedal (Partido Católico Nacional) y los nacionalistas vascos y catalanes, hijos de la frustración por las derrotas carlistas, pero tan “católicos” y antiliberales como sus ancestros. O sea, íbamos de división en división.
Llegamos a la Segunda República, tan desquiciada como la primera, pilotada por un Manuel Azaña rencoroso y sectario. Para hacer frente a su sectarismo venenoso, don Ángel Herrera, viendo el lamentable estado en que se hallaba políticamente la grey fiel a la Iglesia, se lanzó a la inmensa tarea, con sus propagandistas de la ACNdeP, aquellos de entonces, que poco tienen que ver con los blanditos de ahora, a crear un partido católico ex novo (la CEDA, Confederación Española de Derechas Autónomas), con principios y técnicas innovadoras, propias de aquellos tiempos que se debatían entre la democracia liberal, el comunismo y el fascismo.
La CEDA, que pronto llegó a ser un gran partido de masas, era distinta y enfrentada a la Comunión Tradicionalista, la Lliga catalana y el PNV aranista, pero no tardó en salirle una desidencia más dentro del amplio abanico católico: Renovación Española, de Antonio Goicoechea, en la que rápidamente destacó el combativo José Calvo Sotelo, ex-ministro de la dictadura de Primo de Rivera. Goicoechea había sido uno de los principales promotores del partido Acción Popular, origen de la CEDA, pero ante la tibieza de Herrera Oria y Gil Robles en la cuestión monárquica aunque seguían siendo monárquicos de corazón (se declararon accidentalistas, o sea que en apariencia les daba igual Juana que su hermana), rompió con sus antiguos correligionarios y alzó banderín de enganche alfonsino en lucha abierta contra la República y los partidos que se disputaban el sufragio de la gente que iba a misa. Todo muy fraterno.
No sé si debería incluir en este apartado fraccionalista del voto católico al partido Agrario de Martínez de Velasco, aunque éste obedecía más a intereses de los grandes terratenientes que a sentimientos religiosos.
En fin. Que eso de dividirnos por un quítame allá esa paja no es de hoy, ni siquiera de ayer. Que los católicos nos lo montamos genial peleándonos ante las urnas. Pero no somos los únicos que nos dividimos y enfrentamos entre nosotros. Para cerciorarnos de que en todas parten cuecen habas, basta echar una ojeada por ahí fuera. Por ejemplo, miremos a los comunistas, que no ganan para rupturas en plena decadencia del marxismo. Como no están bastante rotos y alicaídos, surge de repente, por la izquierda de la izquierda, una tropilla al modo de Podemos intentando resucitar al cadáver que otros están enterrando. Flor de un día, o de temporada, con tan poca afición españolista que no pronuncian la palabra España ni aunque se lo mande el médico.
Me atrevo a vaticinar que, pese al ruido que arman, finalmente no llegarán muy lejos. Descontentos siempre habrá y podrán aprovecharse de ellos, pero la gente, en general, no está por aventuras exóticas y peligrosas, aunque la fatiga y desgaste de los viejos partidos pueda ofrecer alguna oportunidad a los emergentes. De todas formas la política es lo que es y no obra milagros. Lo veremos con el tiempo.
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