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La Puerta de la Misericordia es el arrepentimiento. San Agustín.

En estos días se han ido abriendo puertas jubilares en las catedrales y en muchos santuarios. Estas puertas no son elementos mágicos que actúan por voluntad humana, sino signos de la Gracia de Dios. Se ofrecen como realidades materiales que hablan a nuestro entendimiento y nos dicen que el arrepentimiento es la puerta a la Misericordia de Dios. Dar el paso a través de una de estas puertas, nos ayuda a que entremos en la Iglesia como hijos pródigos, arrepentidos y contritos, que desean encontrarse con Dios. La Iglesia es un camino, a través del cual, la misericordia de Dios se hace evidente.

¿A dónde huiré de su espíritu? ¿A dónde huiré de su presencia? ¿A dónde, hermano, sino, mediante el arrepentimiento, a la misericordia de aquel cuyo poder habías despreciado al pecar? Nadie puede huir efectivamente de Él a no ser huyendo hacia él, huyendo de su severidad a su bondad. En efecto, ¿qué lugar te recibirá en tu fuga donde no te halle su presencia? Si subes al cielo, allí está él; si desciendes al infierno, allí está. Toma, pues, tus alas y ponlas en dirección recta y mora en esperanza en las extremidades de este mundo: allí te llevará su mano y te guiará su derecha. […] ¿En mérito a qué sino a lo que dice a continuación: Reconozco mi maldad y mi pecado está siempre en tu presencia? ¿Qué le ofreció al Señor para tenérselo propicio? Si hubieses querido un sacrificio, dijo, te lo hubiese ofrecido; pero los holocaustos no te deleitan. El sacrificio para Dios es un corazón atribulado; un corazón contrito y humillado, Dios no lo desprecia. Así, pues, no sólo le ofreció devotamente este sacrificio, sino que también mostró con esas palabras lo que convenía ofrecerle. No basta, en efecto, mejorar las costumbres y apartarse de las malas acciones si no se satisface a Dios por todo cuanto se ha hecho mediante el dolor de la penitencia, el gemido de la humildad, el sacrificio de un corazón contrito y la colaboración de las limosnas. (San Agustín. Sermón 351, 12)

El arrepentimiento es un don, no es algo que aparezca en nosotros de forma natural. El arrepentimiento necesita de la Gracia de Dios que nos mueve a sentir dolor por los pecados cometidos y acercarnos a Dios con humildad. La soberbia intentara hacernos creer que esto no es necesario, ya que nos bastamos con nosotros mismos. Nos intentará engañar de forma similar a la segunda tentación de Cristo:

“Entonces el diablo le llevó a la santa ciudad, y le puso sobre el pináculo del templo, y le dijo: Si eres Hijo de Dios, échate abajo; porque escrito está: A sus ángeles mandará acerca de ti, y, en sus manos te sostendrán, para que no tropieces con tu pie en piedra. Jesús le dijo: Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios” (Mt 4, 5-7)

La soberbia nos dirá que actuemos, que representemos ante los demás. Nos dirá que lo importante es la estética y la apariencia. Nos intentará hacer pensar que la misericordia de Dios se ofrece de forma ciega y cómplice. Nos intentará hacer pensar que Dios perdona sin necesidad de arrepentimiento alguno en nuestro interior. Si nos dejamos llevar por la soberbia, tentaremos a Dios reduciéndolo a una herramienta útil para dar por buenos nuestros errores y pecados. Por lo tanto, es necesario orar para que Dios nos dé la Gracia del arrepentimiento antes de ir darnos un paseo por las catedrales o santuarios de peregrinación. La misericordia de Dios no es una herramienta que se acciona por actos automáticos, sino que atiende al arrepentimiento que llevamos dentro cada uno de nosotros.

No dudo de la efectividad de la indulgencia que el Santo Padre ofrece a quienes realicen las acciones prescritas durante el jubileo de la Misericordia. La Iglesia y los sucesores de Pedro tienen la potestad de ofrecernos formas de perdón extraordinarias. De lo que sí dudo es que podamos utilizar a Dios para justificar nuestros errores, a través de un acto puramente estético-social. Podemos recordar la Parábola del Publicano y el Fariseo. Quien fue justificado fue quien humildemente, en un rincón donde nadie lo veía, lloró sus pecados y se ofreció a Dios con sinceridad. En ese oscuro rincón, sin ser visto por nadie, fue donde Dios obró el milagro de su justa e infinita Misericordia.

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