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Alegraos (8)


“El Papa nos pide leer y releer nuestra historia personal y verificarla a la luz de la mirada de amor de Dios… La vida en el Espíritu nunca tiene tiempos establecidos, sino que se abre continuamente al misterio, mientras discierne para conocer al Señor y percibir la realidad a partir de Él.”

“No hay tiempos establecidos”. ¡Eso es muy importante! Una cosa son los tiempos canónicos. Esos sí están establecidos por unas leyes que hay en la Iglesia, que son los cánones y que tenemos que respetar. Y otra cosa son los tiempos reales, el ritmo que el Espíritu Santo va marcando para cada persona.

Y aquí yo me acuerdo siempre de una cosa que en su día me ha hecho mucha gracia, pero que es una gran verdad. Lo decía, si no recuerdo mal, el P. Severino María Alonso, decía que “hay personas que viven 80 años y crecen y avanzan, y hay personas que viven 80 veces el mismo año.”

67b5b11e3e403f5e417570f8257d1ac3Son 80 años cronológicos: tiene 80 años, está viejecita y tiene 80 años. Pero bueno, en estos 80 años habrá crecido, habrá avanzado, habrá no sé qué… O se aprendió el croquis y ha repetido, todos los años la misma situación.

Y hay personas que, en muy poco tiempo, viven de verdad entregadas y avanzan muchísimo y te demuestran una profundidad y una madurez impresionantes. No hay tiempos, ¡hay procesos! El ritmo que el Espíritu va marcando a cada persona, que es único e intransferible. Una cosa son los tiempos canónicos y otra cosa son los tiempos de cada persona y eso... es cada persona que le marca al Espíritu de Dios el ritmo.

En la medida que tú correspondes a las gracias, vas creciendo, vas madurando... y el Espíritu va dando más. Pero si todavía no has digerido la primera cucharada, no te van a dar la carne del cocido. Estamos todavía con la papilla, porque el Espíritu nos va alimentando conforme vamos asimilando, correspondiendo a la gracia y creciendo. Luego el ritmo lo marcamos nosotros. El Espíritu tiene un ritmo marcado, pero si ve que no acabamos de tragar la cuchara, ¿cómo nos va a poner a masticar? Espera a que aprendamos. Eso son los tiempos reales y lo importante es avanzar en el encuentro con Cristo.

Y ¿cómo se hace esto? Porque... ¡esto es muy gordo! Ahora ¿resulta que soy yo la que mando y el Espíritu Santo obedece?

Es necesario, muy importante, una perspectiva nueva de la vida. Aprender a percibir la realidad desde Cristo. Y mi gran pregunta es: ¿desde dónde percibo yo mi vida, la vida?, ¿desde Cristo o desde mí?

Lo he dicho muchas veces y lo repito: fundamental en la vida es mirar lejos, ¡lejos! Cuánto más alto vuela uno, más lejos ve. El pájaro que vuela muy alto tiene un campo visual amplísimo y una perspectiva inmensa. El que va a patita, mirando el suelo... ¡no ve nada!

Y por supuesto...la perspectiva correcta nunca es la punta de mi nariz. Ese es el horizonte más raquítico del mundo mundial. Y el gran problema es que hay muchísimos religiosos y religiosas mirándose la punta de la nariz. Y digo: “¿no se la sabrán ya de memoria tantos años mirando lo mismo?”

Yo ya sé quela mía está aquí y es chata. Y además... es tú calcula: dos centímetros de largo… ¡No llega a más mi horizonte! La que tiene la nariz un poco más larga, tipo Pinocho, un poquito más. Pero… por muy narizotas que seas, la cosa no da mucho para mucho más.

A ver: a la persona que se mira la punta de la nariz, se le achica el horizonte. Primero, si yo intento mirarme la punta de la nariz, pues es que no… ¡no la puedo mirar! Yo lo puedo intentar, los ojos me bizquean, no logro ver la punta de la nariz –porque no la veo, aunque me esfuerce- y en el punto y hora en que mis ojos bizquean, lo primero que hago es que no percibo la realidad como es, sino deformada. A base de mirarme la punta de la nariz... ¡el mundo se deforma!, no veo cómo es de verdad, sino desde mi perspectiva de la punta de la nariz  constituída en el epicentro del globo terráqueo. Y dices: “¡La punta de la nariz es lo más importante del mundo! Y, lo que sucede a mí aquí, en la punta de mi nariz, rige el universo”. ¡Rige mi universo!… Y eso es muy pobre. ¡Absolutamente pobre y raquítico! No veo al mundo, no veo a nadie y, lo poco que veo, lo veo deformado.

Dejemos de mirarnos la punta de la nariz y vamos a mirar al Señor y a los hermanos. Y yo, en principio... ya ni me miro, porque estoy más vista que el tebeo. ¡Y no soy tan importante!

Y esto es un signo de madurez humana fundamental: no mirarse la punta de la nariz. Tampoco mucho la punta de la nariz del de al lado: ¡Hay que mirar al Señor y tratar de mirar el mundo desde el Señor, con los ojos del Señor, con el Corazón del Señor, con los oídos del Señor, con la sensibilidad del Señor, con la compasión del Señor, con la misericordia del Señor... Y olvidarme de que tengo nariz y punta.

Hay una cosa que dice muchísimo de las personas... Cuando una persona te dice:

-Es que tenéis que comprenderme: ¡yo es que soy muy sensible!

-¡Ya! ¿Y el resto qué? ¿De porexpan? Tú eres muy sensible... ¿y los demás? ¿de corcho?

-Es que yo soy tan sensible. Si me comprendierais…

Eso es mirarse a la punta de la nariz en un caso práctico. ¡Todos somos sensibles! ¡Nadie es insensible! El problema radica en que tenemos sensibilidades diferentes. Porque tú eres muy sensible hacia unas cosas que a mí me dan igual. Yo soy muy sensible a ciertas cosas que a ti te importan un bledo, porque no te afectan, no eres sensible a esas cosas. Pero ¡yo soy muy sensible! Y tú eres muy sensible a una serie de cosas que digo “buah… ¡qué tontería!”, para mí es una tontería, pero tú eres muy sensibles a esas cosas.

Luego, ¿cuál es el problema? No es una cuestión de “yo soy my sensible y el otro no es muy sensible”, sino que son sensibilidades diferentes. Todos somos sensibles, pero sensibles a cosas diversas.

Por ejemplo, un ejemplito muy gráfico: yo –y esto es real- soy muy sensible al calor. A mí, el calor me afecta muchísimo. Entonces... que abran todo, porque literalmente me asfixio, y me siento mal porque -por mi peculiar sensibilidad- soy muy sensible a las temperaturas altas. Y es una sensibilidad mía y me afecta.

Y entre 30 personas... pues hay una hermana  a la que las temperaturas altas le dan igual: si me apuras va con jersey en agosto y más fresca que una lechuga. Yo ya no sé más qué quitarme y me va a dar un sopitiponcio. Y ella, pues, nada, tranquilamente con jersey y bufanda y tan a gusto.

Eso sí: ella no es muy sensible al calor, pero es muy sensible a las corrientes de aire. A ella, el calor le importa un bledo; pero que no corra el aire, porque no lo tolera, es muy sensible y se siente mal. Yo, cuando la veo con bufanda, me dan soponcios, pero las corrientes de aire... ¡encantada! cuanto más aire corra mejor y todo más ventilado, pero que no haga calor, porque soy muy sensible al calor. Y ella muy sensible a las corrientes de aire. Entonces... ¿Quién es más sensible: ella o yo? No tenemos termómetro para medirlo. Ella es sensible a unas cosas y yo soy sensible a otras.

img-20151103-wa0014.jpgPero no es cuestión de “¡yo soy muy sensible!”, porque la persona que está formulando eso se está poniendo a sí misma en el centro y está mirando a la punta de su nariz. Yo soy muy sensible al calor, ¡muchísimo!, pero tendré que pensar en la otra pobre que cada vez que viene una corriente de aire, le dan patatuses y se deshace. La verdadera sensibilidad es anteponerla a ella y sus necesidades a mí misma.

¡Eso es amor! ¡Eso es sensibilidad! No lo que yo siento, sino preocuparme por ella antes que por mí. Y ese es amor verdadero, no el sentimiento de “siento afecto, simpatía, agrado, cariño…” No… hoy puedes sentir eso y mañana todo lo contrario. La sensibilidad real es preocuparme de la necesidad del otro y ante
poner la necesidad del otro a la mía. ¡Eso es madurez! ¡Eso es amor de verdad! ¡Ese es amor evangélico! ¡Ese es el amor que Jesús nos manda: “como Él nos ha amado”, negándose a Sí mismo y dando la vida por nosotros!

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