¿Vuelve el cantonalismo?
Lo que está pasando ahora, como las grotescas cabalgatas de Reyes Magos, o el numerito del bebé en el Congreso (la próxima tal vez sea limpiarle la kakita y los pañales en medio del hemiciclo), tomando a coña “el templo representativo de la soberanía popular”, me trae a la memoria el fenómeno cantonalista de la nefasta Primera República. Luego vino la segunda, todavía peor.
El cantonalismo obedecía al republicanismo federal que predicaba el político y abogado nacido en Barcelona, pero ejerciente en Madrid, Francisco Pi y Margall (segundo presidente del Poder Ejecutivo de aquella República, que duró en el cargo solamente un mes y siete días). Según tales doctrinas, los municipios, las comarcas o las regiones, podían declararse independientes, y luego, en virtud de un “pacto sinalagmático” (concepto leguleyo muy claro y simple al alcance de todos los analfabetos de España, entonces la inmensa mayoría de la población, que significaba acuerdo o pacto bilateral) volvían a juntarse voluntariamente partiendo desde abajo para constituir la República Federal. Eso, si se lograba pegar de nuevo los cascotes de la vasija rota en Dios sabe cuántos pedazos. En fin, un invento maravilloso que se le debió de ocurrir al que asó la manteca.
Además, el cantonalismo se cruzó con las primeras manifestaciones, frecuentemente violentas, de los primeros “internacionalistas”, o sea, los grupos obreros que se estaban formando en España adheridos a la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) que, por último, tras la ruptura de Carlos Marx con Mijail Bakunin, quedó en manos de los anarquistas.
La primera ciudad que se declaró cantón independiente fue Alcoy (Alicante), el 8 de julio de 1873, a raíz de una huelga general obrera que acabó en tragedia, llamada después la revolución del petróleo, porque se prendió fuego al ayuntamiento con cuantos lo defendían desde dentro, y las casas colindantes. El alcalde, republicano federal, Agustín Albors, fue asesinado. Al mismo tiempo, en Sagunto (Valencia), la tropa del Batallón de Cazadores de Madrid, amotinada, mataba a su jefe, el teniente coronel Luis Martínez Llagostera.
El cantonalismo se extendió como un reguero de pólvora por toda Andalucía, Murcia, Valencia, parte de Castilla la Nueva, Ávila, Salamanca y Béjar, Extremadura (Coria, Plasencia, Hervás), etc. Los focos sublevados fueron reducidos rápidamente al modo de la época, esto es, a cañonazos, por tropas leales al gobierno bajo el mando de los generales Martínez Campos, Manuel Pavía, mi paisano Arrando Ballester, Villacampa, etc. Sólo resistió el cantón de Cartagena o Cantón Murciano, cuya rebelión consiguió mantenerse en pie hasta el 21 de enero del año siguiente (1874). Las peripecias de este cantón son para llenar un capítulo aparte.
Curiosamente, ni Cataluña ni las Provincias Vascongadas participaron en este vendaval rupturista. Ellos estaban en otras batallas, en la tercera guerra carlista, que volvió a encender el Norte y el Nordeste de España hasta el Maestrazgo. Los cantonalistas eran revolucionarios y parte de ellos ácratas descreídos, partidarios de la abolición del Estado (“ni amos ni soberanos”) y defensores del colectivismo. Los carlistas, en cambio, eran todo lo contrario. Luchaban “por Dios, por la Patria y el Rey”.
Sin embargo, los legitimistas derrotados en aquellas contiendas fraticidas, frustrados por los continuos reveses, devinieron con el discurrir de los tiempos, no ya en simples cantonalistas de nuevo cuño, allí donde no arraigó el cantonalismo, sino en auténticos separatistas, pero no bajo la vieja bandera de Dios, Patria y Rey, sino sin Dios o contra Dios, la Patria y el Rey. Una perfecta evolución de la especie absolutista fraccionada en parcelas.
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