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Caridad, juicio y misericordia. San Severo de Antioquía

El Evangelio de hoy domingo nos recuerda la parábola del Buen Samaritano. Una de las parábolas que estamos recreando para ajustarla a los gustos ideológicos del momento. De hecho ya hace tiempo que no escucho o leo que se hable mucho del ejemplo que nos da Cristo a través del Samaritano. Hay que empezar por leer el preámbulo de la Parábola, en el que Cristo no indica la ley que nos permitirá alcanzar la vida eterna:

"Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo"

Lo primero es amar a Dios sobre todas las cosas, ya que este amor es el que nos permite, posteriormente, negarnos a nosotros mismos y tomar la cruz que Dios nos ha dado. Si nos amamos a nosotros mismos más que a Dios, nunca podremos dejar de buscar nuestro beneficio y dejar de justificar falsamente nuestros errores y pecados.

Después nos dice: amarás a tu prójimo como a ti mismo. Preguntémonos ¿Cómo nos amamos a nosotros mismo? ¿Nos ponemos por delante de Dios? Mal camino. Si nos damos a nosotros todo lo que nos gusta y queremos, no podremos amarlo correctamente. En el mejor caso, puede ser que le demos lo que nos pide sin discernir si lo que nos reclama es bueno para él. Quien se ama a sí mismo correctamente, podrá decirle al hermano un “no” lleno de caridad, cuando sea necesario.

Al fin pasó un samaritano… Cristo se da adrede el nombre de samaritano…, él, de quien se había dicho, para ultrajarle: “Eres un samaritano y estás poseído de un demonio” (Jn 8,48)… El samaritano viajero, que era Cristo –porque verdaderamente viajaba - vio a la humanidad que yacía en tierra. Y no hizo caso omiso, porque el fin de su viaje era “visitarnos” (Lc  1,68.78) a nosotros por quienes bajó a la tierra y se alojó en ella. Porque no solamente “apareció, sino que conversó con los hombres” en Verdad (Ba 3,38)…

Sobre nuestras llagas derramó vino, el vino de la Palabra, y como la gravedad de las heridas no soportaba toda su fuerza, lo mezcló con el aceite de su dulzura y su “amor por los hombres”. Seguidamente condujo al hombre al hostal. Da como hostal a este hombre, a la Iglesia, por ser el lugar donde habitan y se refugian todos los pueblos… Y, una vez llegados al hostal, el buen samaritano mostró al que había salvado una solicitud todavía mayor: Cristo mismo estaba en la Iglesia, concediendo toda gracia… Y al jefe del hostal, símbolo de los apóstoles, y pastores y doctores que le han sucedido, les da al marchar, es decir, al subir al cielo, dos monedas de plata para que tengan gran cuidado del enfermo. Podemos entender que estas dos monedas son los dos Testamentos, el Antiguo y el Nuevo, el de la Ley y los profetas, y el que nos ha sido dado con los evangelios y los escritos de los apóstoles. Los dos son del mismo Dios y llevan en sí la única imagen del único Dios de lo alto, igual que las monedas de plata llevan la imagen del rey, e imprimen en nuestros corazones, por medio de sus santas palabras, la misma imagen del rey, puesto que es uno sólo y el mismo Espíritu el que las ha pronunciado… Son las dos monedas de un solo rey, dadas por Cristo al mismo tiempo y con el mismo título al jefe del hostal.

(San Severo de Antioquia. Homilía 89)

La solidaridad actual no se realiza con este esquema de amor absoluto a Dios y negación de sí mismo. La solidaridad consiste en dar lo material que una persona dice necesitar, sin discernir si lo que le damos es realmente un bien. La caridad es otra cosa ya que parte de la negación de quien da y quien recibe. Necesita de juicio justo que nos permite darnos cuenta de qué es lo que realmente necesita nuestro hermano. Tal vez no necesita comida, sino ánimos para seguir buscando trabajo y dejar de depender de la solidaridad que se le ofrece. A lo mejor necesita de reflexión sobre su vida y el sentido de su propia existencia, para dejar vicios y malos hábitos que le impiden llegar a darse dignidad a sí mismo.

Este discernimiento lo realizó el Buen Samaritano, que se conmovió y se vio reflejado en la persona herida. Aunque nos parezca actualmente una locura, el Buen Samaritano juzgó y actuó sin preguntar al herido si le parecía bien que le curara las heridas y le llevara al hostal para reponerse. Hoy en día se nos llena la boca de la palabra misericordia, pero sólo somos capaces de darla a quienes son de nuestra forma de pensar. A los demás los dejamos al borde de la carretera deseando su muerte. También se nos llena la boca invocando “quien soy yo para juzgar” y reproducimos el comportamiento del sacerdote y el levita, que se taparon la cara pre-juzgando y desapareciendo, solidariamente, del escenario.

¿Dónde debemos de llevar a los heridos? San Severo lo dice claro: a la Iglesia. ¿Qué debemos de darle al posadero para que cuide del herido: los dos testamentos, es decir, la ley de Dios que nos permite darnos cuenta de nuestros errores y pecados. Nosotros somos las manos de Cristo y por eso mismo hemos sido llamados por Él para que evangelicemos a toda persona que se cruce con nosotros. ¿Qué es evangelizar? Acercarnos a quien está herido, ayudarle a que la gracia de Dios empiece a actuar en él y llevarlo a la Iglesia. Porque hay que hablar de Dios, Cristo, el pecado y la gracia a quien está herido. Sin duda esto los traerá los mismos problemas que se encontró el Señor. ¿Qué pasa si esta persona se revuelve y nos insulta? Veamos lo que Cristo dice a sus Apóstoles:

Y si alguno no os recibiere, ni oyere vuestras palabras, salid de aquella casa o ciudad, y sacudid el polvo de vuestros pies. (Mt 10, 40)

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