La debatida pena de muerte
También los obispos norteamericanos se han pronunciado colectivamente al respecto. En 2005 lanzaron una campaña contra la pena capital cuya vigencia reiteran periódicamente, y que ha hecho mella en los políticos católicos más relevantes comprometiendo su posición desde un punto de vista electoral. En los últimos años, Paul Ryan, Rick Santorum, Jeb Bush o Marco Rubio, por citar sólo candidatos presidenciales, han moderado su respaldo a la pena de muerte: no la rechazan de plano, pero piden que se limite a los casos más graves y se extremen las garantías procesales para el reo.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que “la enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye el recurso a la pena de muerte”. No podría decir lo contrario sin poner en un compromiso las Sagradas Escrituras, el magisterio de los pontífices, el parecer de sus teólogos (con Santo Tomás de Aquino a la cabeza) e incluso las propias leyes temporales de la Iglesia.
En efecto, aunque nunca se ajustició a nadie, la pena de muerte estuvo vigente en el Estado Vaticano desde su creación en 1929 hasta que fue abolida con la ley 50 de 21 de junio de 1969. También lo había estado en los Estados Pontificios, y el 24 de noviembre de 1868 se aplicó por última vez a dos terroristas, Giuseppe Monti y Gaetano Tognetti, responsables de un atentado con bomba que mató a 23 zuavos pontificios y 5 civiles.
Sin embargo, ya en la redacción del Catecismo hay una pendiente que va de la negación teórica inicial, “no excluye”, a la afirmación práctica final de que sí excluye.
Se empieza diciendo que “la pena tiene, ante todo, la finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa”. Afirmación inapelable: compensar es la finalidad principal de toda pena, y de la pena capital en grado máximo. Tiene otras finalidades: “La defensa del orden público y la tutela de la seguridad de las personas” y, “en la medida de lo posible… la enmienda del culpable”. El punto 2266 del Catecismo es pura doctrina católica, que recoge la ley natural y el sentir unánime de todos los pueblos (también de los pueblos cristianos) hasta la revolución cultural de Mayo del 68.
Pero en el punto siguiente (2267), cuando esa teoría general de la pena se aplica a la pena de muerte, tiene lugar una transmutación: “La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye… el recurso a la pena de muerte, si ésta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas”.
La atención se desvía, pues, de la finalidad principal (“reparar el desorden introducido por la culpa”) a la finalidad secundaria (“defender… las vidas humanas”), para extraer una conclusión que rompe la lógica del discurso: “Si los medios incruentos bastan para proteger la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios”.
¿Por qué rompe la lógica del discurso? Porque, si aun bastando esos medios incruentos para “proteger la seguridad de las personas”, no bastan sin embargo para “reparar el desorden introducido por la culpa” (y siempre, por desgracia, hay casos así), la pena de muerte, según la doctrina de la Iglesia, seguiría siendo legítima.
Sin embargo, ese hecho se obvia: “Hoy, en efecto”, concluye el Catecismo, “como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo «suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos»”.
La cita del Catecismo pertenece a la encíclica de 1994 Evangelium Vitae (n. 56), donde la “eliminación del reo” sólo es lícita “en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo”. De nuevo la finalidad primaria (la reparación) desaparece y la finalidad secundaria (la defensa de la sociedad) se convierte en criterio único de la legitimidad de la pena. Juan Pablo II concluía con una apreciación circunstancial: “Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes”.
“Hoy” es la palabra clave en el Catecismo y en Evangelium Vitae. Figura también en el mensaje del Papa Francisco al Congreso Internacional contra la Pena de muerte reunido el pasado mes de junio en Oslo: “Hoy día la pena de muerte es inadmisible, por cuanto grave haya sido el delito del condenado”.
¿Por qué siempre ese “hoy” por delante? Con él se salva la perennidad de la doctrina de la Iglesia acotando su aplicación temporal, ante la evidencia de que la Iglesia, “ayer”, sí admitía de forma natural la pena de muerte. Ahora bien, ese “hoy” no puede formar parte de la doctrina que obliga a los fieles. Es más, parecería que más bien compete a los poderes seculares determinar si, en las circunstancias particulares de una sociedad concreta, es verdad o no que la pena de muerte es innecesaria para la defensa de la sociedad y la seguridad de las personas. Si el obispo de Roma tiene mayor autoridad que el gobernador de Texas para apreciar las necesidades de seguridad y defensa del estado de Texas, ¿en qué queda la “legítima autonomía de las realidades temporales” proclamada tras el Concilio Vaticano II?
Lo que pasa es que ese “hoy”, que parece circunstancial, en los recientes pronunciamientos de los Papas precede a afirmaciones apodícticas que elevan las finalidades secundarias de la pena a finalidades únicas. Francisco (y en esto no hay diferencia con sus predecesores) continúa así: “[La pena de muerte] es una ofensa a la inviolabilidad de la vida y a la dignidad de la persona humana que contradice el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad y su justicia misericordiosa, e impide cumplir con cualquier finalidad justa de las penas. No hace justicia a las víctimas, sino que fomenta la venganza. El mandamiento «no matarás» tiene valor absoluto y abarca tanto a los inocentes como a los culpables”.
Se prescinde, pues, por completo de la “reparación del desorden introducido por la culpa” que apunta el Catecismo como criterio legitimador.
¿Cómo resolver entonces la cuestión práctica? ¿Puede un católico defender “hoy” la pena de muerte a conciencia de que los últimos Papas la rechazan y en algunos casos solicitan clemencia e indulto para criminales convictos e incluso confesos?
Mientras no cambie la doctrina del Catecismo sobre la finalidad general de la pena (y es imposible que cambie), parece que sí. Las apreciaciones circunstanciales también caen, por supuesto, bajo el ámbito del magistero moral de los Papas, pero no pueden suplantar los principios doctrinales para forzar el juicio de los fieles. La opinión de un Papa nunca ha de tomarse a la ligera, y normalmente un católico debe tenerla en cuenta de forma preeminente al formarse su propio criterio prudencial. Pero eso no condena a los abismos a quien discrepe cuando la base doctrinal del juicio no ha sido cambiada, como es el caso.
Más allá de la opinión que tenga cada cual sobre la eficacia moderna del sistema penal para el cumplimiento de los fines secundarios de la pena (opinión que nunca podría considerarse obligatoria para un católico, al menos doctrinalmente), “hoy”, como hace un siglo o como hace un milenio o tres milenios, es legítimo seguir pensando que hay crímenes de tal premeditación y brutalidad que sólo pueden compensarse (repararse, retribuirse, expiarse) con la vida del criminal. Y esto, precisamente para que la venganza (privada, impulsiva, arbitraria) no pretenda cobrarse lo que la justicia (pública, racional, reglada) le niega.
Todavía con las Tablas de la Ley en la mano y el “no matarás” grabado en ellas, Moisés, gobernante en ejercicio en la única teocracia auténtica que ha conocido la humanidad, y que algo sabía sobre los designios de Dios, ordenó pasar a cuchillo a tres mil adoradores del becerro de oro (Éx 32, 25-28). Como pide el Catecismo, castigó el “desorden”, finalidad principal de la pena, con poca o nula consideración hacia sus finalidades secundarias.
Y nadie puede garantizar que “hoy” no hubiese hecho lo mismo.
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