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De la Inquisición Española y sus víctimas mortales


 
            Un correcto análisis de la cuestión que hoy les propongo, no puede empezar sin señalar que el mencionado tribunal eclesiástico estuvo vigente en España entre los años 1478 y 1813, con dos cortos suplementos de tiempo entre 1814 y 1820, y entre 1823 y 1836… Es decir, un total de 354 años.
 
            Y un segundo dato no menos revelador y hasta espectacular: con su extensión por toda España y Portugal, por partes de Italia y por todo América e incluso por partes de Asia, -y más aún dada la reducidísima extensión de los tribunales que le son contemporáneos-, el de la Inquisición Española fue el tribunal con mayor jurisdicción territorial que jamás hubiera existido hasta que él nació. Y aún luego, ha tenido que consolidarse y universalizarse el derecho internacional ya en pleno s. XX para que podamos asistir al nacimiento de tribunales con una jurisdicción más amplia que la de la propia Inquisición Española.
 
            Hecha estas dos premisas sobre las dimensiones geográfico-temporales del tribunal que aquí nos ocupa, es obligado hacer una tercera para explicar que los encausados por el tribunal eran, en terminología inquisitorial, “reconciliados”, es decir, castigados con penas más o menos leves que se dividían en “de levi” y “de vehementi”, que iban desde penitencias de tipo espiritual, como oraciones, confesiones o peregrinaciones, hasta el presidio o penas físicas como los azotes, las minas o las galeras.
 
            En su grado más grave, la sentencia llegaba a ser de muerte, llamada en la jerga inquisitorial de “relajación”, esto es, de entrega (del latín “lasciare”=entregar) al brazo secular (a la autoridad civil en definitiva) para su ejecución. Según el sujeto de la misma, la ejecución era de tres tipos: o “en persona”, esto es, sobre la persona del condenado; “en efigie”, cuando juzgado el reo “en rebeldía”, se practicaba la “ejecución” sobre un muñeco o efigie que representaba su persona; o incluso sobre el cadáver, exhumado para la ocasión.
 
            Según el modo de la ejecución, ésta se practicaba de dos formas: o de hoguera si el condenado no expresaba su arrepentimiento, aunque fuera en el último momento; o de garrote vil, si sí lo hacía, procediéndose a continuación, por lo general, a la quema del cadáver.
 
            Todo esto dicho, y entrando de lleno en lo que es el objeto de este artículo, las cifras de relajados por la Inquisición en sus 354 años de historia han dado lugar a un intenso debate en estrecha relación con la fecunda leyenda negra que inevitablemente sobrevuela la historia de la España de los siglos de oro, uno de cuyos más recurrentes objetos es precisamente, la Inquisición llamada española, para diferenciarla de la eclesiástica, con la que le unían no pocos rasgos, pero de la que la separaban no menos.
 
            La cifra de máximos por lo que se refiere al tema, -la cual se ha constituído en fuente por antonomasia y ha alimentado la más negra leyenda del tribunal-, la encontramos en la “Historia crítica de la Inquisición española” de Juan Antonio Llorente (1756-1823), para quien el total de procesos habría rondado los trescientos mil, con 31.192 quemados en persona y 17.659 quemados en efigie.
 
            Juan Antonio Llorente es, ciertamente, un personaje peculiar. Tras pertenecer él mismo a la Inquisición como comisario del Santo Oficio y secretario supernumerario de la Inquisición de Corte, simpatizará primero con el jansenismo, lo que le valdrá la condena y separación del tribunal; y luego con el bonapartismo, siendo uno de los componentes de la Junta Nacional que proclama a José I Bonaparte en Bayona, y más adelante consejero de estado para Asuntos Eclesiásticos en el Gobierno del Rey Botella.
 
            Su afrancesamiento es tan intenso que con la derrota francesa en la Guerra de la Independencia abandona España para instalarse en Burdeos, como Francisco de Goya (que le retrata). Precisamente en Francia y con el material recopilado durante su época en el tribunal, Llorente escribe entre 1817 y 1818, su “Historia crítica de la Inquisición Española” en cuatro volúmenes. Expulsado del país de sus amores por su actividad masónica en 1820, el coincidente advenimiento en España del Trienio Liberal permite al inquisidor afrancesado el retorno a la patria, en la que morirá apenas tres años después.
 
            Aun dando por buenas las cifras que defiende Llorente, las más abultadas que se hayan establecido jamás y en las que se basan los trabajos más críticos con la institución, revelador es compararlas con otros procesos similares ocurridos durante los años en los que la Inquisición está en vigor.
 
            Entre ellos, salta a la memoria inmediatamente la conocida como Matanza de San Bartolomé acontecida en Francia en 1572, que se pudo llevar la vida de diez mil calvinistas en unos pocos días. Sin salir de Francia, el número de ejecutados entre los años 1789 y 1796 durante la Revolución Francesa, sólo en París, no ascendió a menos de tres mil. Y ello por no hablar de la Vendée, en las que los revolucionarios franceses se toman revancha de la reacción católica, con una cifra de víctimas que ascendió a no pocos miles de personas, según algunos el centenar. En procesos todos ellos, ni que decir tiene, sumarísimos, tan diferentes de las minuciosas, y a menudo dilatadas instrucciones realizadas por la Inquisición.
 
            Durante el gobierno calvinista en la ciudad de Ginebra, las ejecuciones relacionadas por la Inquisición Calvinista (pinche aquí para conocer el más sonado de todos ellos) alcanzaron una cifra muy cercana al centenar, en una población de apenas 20.000 habitantes y en el corto plazo de cinco años.
 
            La implantación de la Reforma Anglicana en Inglaterra pudo producir una cantidad de ejecuciones cercana a las 50.000, puede que más, sólo durante los treinta y siete años que duró el reinado de su protagonista, el uxoricida Enrique VIII. A las que añadir las que habría de cobrarse en posteriores reinados, notablemente en el de su hija Isabel Tudor. Y también en la reacción católica acontecida durante el reinado entre ambos de María Tudor, hija de aquél y medio hermana de ésta.
 
            Incluso posterior a la vida de la Inquisición, pero en un ámbito geográfico comparable, las víctimas de la persecución religiosa durante la Guerra Civil Española ascienden a 6.832 en sólo tres años, según el reputado estudio realizado en 1961 por Antonio Montero Moreno.
 
            Y todo ello por no hablar de la llamada Guerra de los campesinos, ocurrida durante el año 1525 en Alemania en el marco de la Reforma Luterana y en pos de un ideario de tipo religioso milenarista, cuya represión avaló Lutero con palabras como éstas:
 
            “¿Qué razón habría para mostrar a los campesinos tan gran clemencia?”
 
            O éstas no menos expresivas:
 
            “La autoridad debe actuar con tranquilidad y consuelo y asesinar con buena conciencia mientras le quede un soplo de vida. Ésta es su ventaja, que los campesinos tienen mala conciencia y hacen cosas injustas y serán asesinados por ello, y serán presa eterna del demonio”.
 
            Rebelión muy poco divulgada que se saldará con la horripilante cifra de cien mil campesinos muertos, es decir, tres veces y media ¡en un solo año! la cifra más abultada de víctimas que se atribuye a la Inquisición Española durante tres siglos y medio.
 
            Pero no hemos de cerrar aquí el tema, pues la obra de José Antonio Llorente se halla hoy día fuertemente cuestionada, tanto por la indisimulada animosidad que exhibe el autor hacia una institución de la que formó parte, como por la oscuridad de sus fuentes, muchas de las cuales, por cierto, destruyó después de haber utilizado.
 
            La última obra que sobre el tema ha visto la luz pública tal vez sea el breve pero no por ello menos ameno e interesante ensayo de Juan Ignacio Pulido Serrano titulado “La Inquisición Española. Breve historia de una institución”. En ella, el autor, que presenta un resumen de la cuestión tal como se halla al día de hoy, y después de leer los principales tratados sobre el tema, habla de unos 150.000 procesos (op. cit. pág. 170) de los cuales terminaron en pena de muerte “por debajo del 5% de los casos totales, tal vez entre el 1% y el 2%”.
 
            Es decir una cifra nunca superior a las 7.500 ejecuciones, y muy probablemente tan baja como 1.500 o, a lo sumo, 3.000… ¡en tres siglos y medio y en la más vasta jurisdicción que haya tenido nunca un tribunal de justicia! Cifras que llevan a uno de los grandes expertos sobre la Inquisición Española, el historiador Bartolomé Benassar, a realizar en su obra “Modelos de la mentalidad inquisitorial: métodos de su pedagogía del miedo” una afirmación tan inesperada como ésta:
 
            “La gente de mediados del siglo XVI en adelante sabía que la Inquisición mataba poco”.
 
            Y a otro de los grandes expertos, el británico Henry Kamen, a escribir en su obra “La Inquisición española” las siguientes palabras:
 
            “La ejecución de herejes era tan constante en la cristiandad durante el siglo XV, que la Inquisición no puede ser acusada en este punto”.
 
            Más allá de que la sola acción de ejecutar personas y de quemarlas por no profesar la misma fe del que le juzga sea una actividad impresentable y absolutamente indefendible, -todavía más indefendible desde los argumentos que ofrece el mensaje cristiano según lo expresa el Evangelio-, conveniente es que se vayan poniendo en el adecuado contexto las cifras que expresan la actividad de la Inquisición, y se comparen con lo que, en el mismo momento, realizaban otros tribunales de la época, para preguntarse a continuación, por el cómo y el porqué de la activísima y eficacísima propaganda contra el tribunal en cuestión.
 
            Pero eso es ya harina de otro percal. Por hoy, queridos amigos, que hagan Vds. mucho bien y no reciban menos. Y hasta la próxima.
 
 
 
            ©L.A.
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