Los dos Curas Merino famosos
La primera mitad del siglo XIX, España conoció la existencia de dos curas de apellido Merino, de armas tomar ambos, que alcanzaron gran notoriedad en su tiempo y no precisamente por acciones propias de su estado eclesiástico.
Aunque fueron casi contemporáneos y homónimos no tuvieron nada que ver el uno con el otro, ni parentesco, ni paisanaje, y ni siquiera llegaron a conocerse personalmente. Incluso ideológicamente representan los polos opuestos del pensamiento político de la época, aunque en un punto convergen sus acciones: ambos, desde posiciones opuestas y enfrentadas, combatieron a la reina Isabel II.
Jerónimo Merino Cob, el más afortunado de los dos, aunque murió en el exilio. Nació en Villoviado (Burgos) el 30 de septiembre de 1769, de familia de labriegos. Se hizo sacerdote, ejerciendo de párroco en su pueblo natal. Indignado por el mal trato que en 1808 daban los soldados franceses a las gentes de los pueblos por donde pasaban para arrebatarles animales y cosechas de forma violenta, este Merino se echo al monte, formó una partida de guerrilleros con naturales del país, y terminó creando un verdadero ejército que combatió con fortuna a las tropas invasoras. Terminó las campañas de la Guerra de la Independencia con el grado de brigadier. Posteriormente fue ascendido a teniente general.
En la Primera Guerra Carlista apoyó al pretendiente y participó en numerosos combates. Tras el Abrazo de Vergara entre los generales Maroto (carlista) y Espartero (isabelino), el 31 de agosto de 1839, que ponía fin a las hostilidades, el cura Merino, disconforme con el pacto verganés, se exilió a Francia, estableciendo su residencia en Alençon (Normandía), donde retomó sus hábitos sacerdotales y su función pastoral. Murió el 12 de noviembre de 1844.
El otro cura Merino, llamado el apóstata, corrió peor suerte. Martín Merino y Gómez, que ese era su nombre completo, nació en Arnedo (La Rioja) en 1789, hijo de una familia de campesinos del río Cidacos. Ingresó en la orden franciscana y hallándose en el convento sevillano de esta orden se incorporó a una partida de guerrilleros que operaba en la provincia de Sevilla. Se ordenó sacerdote en Cádiz en 1813, y al acabar la guerra contra los franceses volvió al convento, del que fue expulsado en 1819 por sus ideas exaltadas. Huyendo de la represión de Fernando VII, terminó exiliado en Francia.
Regresó en 1821 y se estableció en Madrid, donde iba a su aire. Ganó un premio de lotería de cinco mil duros, con cuyo capital facilitaba préstamos a interés usurero. El 2 de febrero de 1852 intentó asesinar a la reina, en el propio Palacio Real. Doña Isabel estaba preparándose para la misa de parida, que iba a celebrarse en la basílica de Nuestra Señora de Atocha, donde entonces tenían lugar los fastos religiosos de los reyes. La soberana había dado a luz a la infanta Isabel el 20 de diciembre del año anterior.
Este cura Merino entró tranquilamente en el Palacio Real amparado en su sotana, y cuando se encontró con doña Isabel en los pasillos del Palacio la atacó con un estilete a modo de puñal. La fortuna quiso que el arma homicida fuera desviada por las ballenas del corsé que llevaba la reina, y aunque hirió a la soberana, no logró causarle una herida mortal.
Apresado y juzgado de inmediato, fue condenado a muerte por garrote vil y ejecutado el 7 de ese mismo mes de febrero. La justicia era tremendamente sumaria en aquellos tiempos. Se dijo que el regicida era liberal y estaba loco. Cierto que los liberales españoles de la época conspiraron de mil maneras contra la reina, pero no por estar locos, porque muchos de ellos acabaron de manera harto trágica, sino por su fanatismo masónico. En aquella época todos los liberales eran masones, como los cabecillas de la Revolución “Gloriosa” de 1868, que por fin terminaron echando a Doña Isabel de su trono.
Aunque fueron casi contemporáneos y homónimos no tuvieron nada que ver el uno con el otro, ni parentesco, ni paisanaje, y ni siquiera llegaron a conocerse personalmente. Incluso ideológicamente representan los polos opuestos del pensamiento político de la época, aunque en un punto convergen sus acciones: ambos, desde posiciones opuestas y enfrentadas, combatieron a la reina Isabel II.
Jerónimo Merino Cob, el más afortunado de los dos, aunque murió en el exilio. Nació en Villoviado (Burgos) el 30 de septiembre de 1769, de familia de labriegos. Se hizo sacerdote, ejerciendo de párroco en su pueblo natal. Indignado por el mal trato que en 1808 daban los soldados franceses a las gentes de los pueblos por donde pasaban para arrebatarles animales y cosechas de forma violenta, este Merino se echo al monte, formó una partida de guerrilleros con naturales del país, y terminó creando un verdadero ejército que combatió con fortuna a las tropas invasoras. Terminó las campañas de la Guerra de la Independencia con el grado de brigadier. Posteriormente fue ascendido a teniente general.
En la Primera Guerra Carlista apoyó al pretendiente y participó en numerosos combates. Tras el Abrazo de Vergara entre los generales Maroto (carlista) y Espartero (isabelino), el 31 de agosto de 1839, que ponía fin a las hostilidades, el cura Merino, disconforme con el pacto verganés, se exilió a Francia, estableciendo su residencia en Alençon (Normandía), donde retomó sus hábitos sacerdotales y su función pastoral. Murió el 12 de noviembre de 1844.
El otro cura Merino, llamado el apóstata, corrió peor suerte. Martín Merino y Gómez, que ese era su nombre completo, nació en Arnedo (La Rioja) en 1789, hijo de una familia de campesinos del río Cidacos. Ingresó en la orden franciscana y hallándose en el convento sevillano de esta orden se incorporó a una partida de guerrilleros que operaba en la provincia de Sevilla. Se ordenó sacerdote en Cádiz en 1813, y al acabar la guerra contra los franceses volvió al convento, del que fue expulsado en 1819 por sus ideas exaltadas. Huyendo de la represión de Fernando VII, terminó exiliado en Francia.
Regresó en 1821 y se estableció en Madrid, donde iba a su aire. Ganó un premio de lotería de cinco mil duros, con cuyo capital facilitaba préstamos a interés usurero. El 2 de febrero de 1852 intentó asesinar a la reina, en el propio Palacio Real. Doña Isabel estaba preparándose para la misa de parida, que iba a celebrarse en la basílica de Nuestra Señora de Atocha, donde entonces tenían lugar los fastos religiosos de los reyes. La soberana había dado a luz a la infanta Isabel el 20 de diciembre del año anterior.
Este cura Merino entró tranquilamente en el Palacio Real amparado en su sotana, y cuando se encontró con doña Isabel en los pasillos del Palacio la atacó con un estilete a modo de puñal. La fortuna quiso que el arma homicida fuera desviada por las ballenas del corsé que llevaba la reina, y aunque hirió a la soberana, no logró causarle una herida mortal.
Apresado y juzgado de inmediato, fue condenado a muerte por garrote vil y ejecutado el 7 de ese mismo mes de febrero. La justicia era tremendamente sumaria en aquellos tiempos. Se dijo que el regicida era liberal y estaba loco. Cierto que los liberales españoles de la época conspiraron de mil maneras contra la reina, pero no por estar locos, porque muchos de ellos acabaron de manera harto trágica, sino por su fanatismo masónico. En aquella época todos los liberales eran masones, como los cabecillas de la Revolución “Gloriosa” de 1868, que por fin terminaron echando a Doña Isabel de su trono.
¡En qué hora! Pues entonces la que enloqueció fue la España política: trajo el reinado masónico de Amadeo de Saboya, el asesinato de Prim, masón del grado 33, el cantonalismo, la desquiciada Primera República, etc., etc.
¿Los españoles hemos aprendido algo de nuestra propia historia?</span>
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