La cantidad de improperios con los que se le ha dado la bienvenida a la película nos da una idea del nivel de aceptación que tiene en nuestros días la cultura cristiana, más en concreto el cine. Las críticas a la cinta de Andrew Hyatt no pasan del aprobado raspado en el mejor de los casos, o bien recibe agasajos de la talla de “cilicio para los ojos”, “película sin alma, que se cae” o “film para cristianos forofos”. Pablo, apóstol de Cristo no es cosa fácil para nadie, menos aún para críticos de cine que utilizan varas de medir paganistas. El cine religioso necesita otra unidad de medida: la capacidad de transmisión de un mensaje mientras se narra la historia, y en ese sentido la cinta de Hyatt sí está a la altura.
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Las virtudes de una película que carece de efectos especiales, de una gran intriga, de una acción frenética, de las impactantes escenas de una superproducción, de superhéroes, de personajes rimbombantes o de un drama envolvente pueden pasar inadvertidas para cualquier cinéfilo menos para uno cristiano, porque toda la película es un viaje a la Fe. A partir de aquí, se presta a varias lecturas. La primera, una fe en Jesucristo puesta a prueba en situaciones límite, de tal modo que se convierte en el auténtico protagonista invisible: los apóstoles, evangelistas y demás discípulos tienen el deber de custodiarla y transmitirla. Grosso modo , la película nos recuerda que la fe conlleva grandes sacrificios: unos han de esperar a Cristo entre vilipendios, persecuciones y confinamientos, mientras otros darán la vida por Él. Para ello el director nos traslada a la Roma de Nerón, con una comunidad cristiana emboscada que aun así se hace cargo de viudas, huérfanos, y demás ciudadanos romanos abandonados a su suerte.
Una segunda lectura nos lleva a un paralelismo entre aquella época y la actual: hoy los nuevos dioses de Occidente (la nueva Roma) son el relativismo y su acervo ideológico. En buena parte del mundo, los cristianos siguen siendo perseguidos tan furibundamente como antaño, a la par que en Occidente viven bajo sospecha y bajo el mazo de la corrección política. Tal como ocurrió entonces y queda patente en el largometraje, también hoy existen ciertas discrepancias en las comunidades cristianas. Como anillo al dedo viene el momento estelar en el que Lucas -muy bien interpretado por Jim Caviezel- llega a desfallecer cegado por la rabia y el dolor, apelando a una guerra de guerrillas; entonces Pablo le ilumina y le devuelve al camino en un instante, cuando cogiendo su mano y mirándole a los ojos le recuerda que solo existe la revolución desde el amor. Y es que hoy el cristianismo y su llamada a la fe siguen siendo revolucionarios, por más embates en contra que sufran.
Una tercera lectura es la conversión; no olvidemos que San Pablo es el converso más grande de todos los tiempos. Su conversión no es parangonable: en su recuerdo habitan las vidas que quitó por perseguir a Cristo y ahora va a dar la vida por Él. ¿Alguien daría la vida por un hombre al que ha estado persiguiendo sin descanso? Jamás se ha visto algo parecido, es una prueba de la Revelación, otro intangible no apto para exégetas de la gran pantalla ávidos de tentativas culturales anticristianas como el Tentacionismo, el DanBrownismo, o el Magdalenismo. Los mismos críticos que han calificado el cine reciente que reivindica la fe cristiana como “cine de guerra santa”. A ellos y sus entendederas les dejo con una frase de Lucas a la comunidad cristiana en Roma durante el rodaje: “Nosotros no hacemos la guerra como la hace este mundo”. También les invito a averiguar quién era realmente Pablo: apóstol de Cristo, alumno del Espíritu Santo, maestro de la Fe.</span>
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