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Alegría católica



Cuando me preguntan el motivo por el que soy abstemio recurro, sustituyendo la marmita por el gin tonic, al pretexto urdido por Uderzo y Goscinny para evitar que Obelix probara la poción mágica: me caí de pequeño a un cubata. No fue así, pero casi casi, porque en mi primera juventud la resaca me llevaba de cabeza y tenía mejores relaciones con el vino que con Asunción. Poco, sin embargo, duró el noviazgo, porque a los veintitantos corté en seco el noviazgo con Marie Brizard, sin que tal cosa corrigiera a la baja mi alegría natural, esa que nos pide el Papa a los católicos para que en lo anímico seamos un trasunto de Rumba 3.

La alegría, lo descubrí entonces, no se toma en vaso largo, que es uno de los muchos atajos inútiles, caminos cortados, que coge el mundo para alcanzarla. La alegría, lo sé ahora, es la consecuencia natural del chiste bueno que Dios nos cuenta a diario a los creyentes para que riamos con Él y en Él: ¿Está el hombre? Que se ponga. No es pues el chiste de la capa del cura ni tampoco el de un anglicano, un hugonote y un católico, esto es, el de un inglés, un francés y un español, sino un chiste amable, indoloro, terapéutico, un chiste que te hace reír sin buscarte las cosquillas.




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