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Don Eduardo, uno de los nuestros


En séptimo de EGB, tras una provechosa lección de naturales, esbocé en un papel una vacuna contra el cáncer que mis amigos del colegio aceptaron como correcta, aunque me temo que el editor de la revista Nature habría puesto serias objeciones a su publicación. Es posible, sin embargo, que Molière me hubiera animado a estudiar medicina. Más que nada para poder reírse con fundamento de los galenos. En mi descargo debo decir que en aquella época yo era un adolescente del montón que quería salir del montón como fuera porque preveía que si no patentaba algo rápido mi futuro, para seguir la tradición de una familia de albañiles, estaba escrito en el yeso.

No patenté nada, por supuesto, entre otras cosas porque era una nulidad en ciencias, así que para salir del montón recurrí a la teología, especialidad que creía dominar porque como buen chico de izquierdas tenía una predisposición natural a comerme cruda a la Iglesia con frases hechas, que es a lo más que llega un cerebro inmaduro. El catálogo de la obviedad lo utilicé en las constantes discusiones que, ya en BUP, mantenía con don Eduardo Moya, mi profesor de Religión, sacerdote jocoso que replicaba a mis previsibles golpes de revés con la suavidad con que Nadal devolvería la pelota a un párvulo.

Don Eduardo, que entonces y después me ayudó mucho, en todos los sentidos, acaba de morir sin que yo lo supiera. Y no porque la muerte le haya llegado de improviso, sino porque tengo la mala costumbre de no seguir el día a día de quienes más han hecho por mí. De modo que le pido disculpas por el olvido parcial y, de paso, le doy la enhorabuena por su nuevo destino. Al fin y al cabo, hablar con Dios cara a cara es lo más: “Dime Eduardo, hijo ¿Cómo te tratan aquí?”.


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