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La Iglesia: de todos y para todos

Hay momentos en la historia de los pueblos sin particulares sobresaltos en la vida cotidiana. Es cuando todo transcurre con esa serena normalidad de las cosas que nos apremia a la convivencia gozosa, fraterna. Es verdad que no pocas veces, en medio de lo que el diario trasiego puede granjearnos, nos asaltan indistintamente noticias hermosas o disgustos temidos, que siembran de agridulce claroscuro el paso de los días.

Por eso necesitamos sacudirnos la inercia en la que a menudo nos zambulle la rutina, y entonces llegan fechas que no tienen nada particularmente especial ni tampoco ningún secreto mágico, y nos vestimos de fiesta, nos preparamos para celebrarlo, y eso que frecuentemente pasa desapercibido de tantas veces vivido y olvidado, de pronto se hace pretexto bueno para reconocer las gracias y los dones con las que hemos sido bendecidos, las que nos permiten querernos y respetarnos, las que hacen de nosotros un pueblo unido que sabe compartir las duras y las maduras. Es el precioso carrusel de nuestras fiestas y romerías con las que revestimos de gratitud y desenfado el gozo de sabernos unidos y hermanados.


Esto que sucede en la bonanza de las cosas hermosas, se torna tosco y apresurado cuando no es el festejo lo que nos une y engalana, sino muy por el contrario alguna desgracia, alguna hecatombe, algún accidente, algún infortunio malhadado. No toca entonces acicalarnos sino remangarnos los brazos y ponernos al quite de una tragedia, saliendo en ayuda de quien sea, cuando y como sea, sin más miramiento que el de poder echar una mano a donde podamos expresar que somos hermanos. Lo hemos visto tantas veces cuando con terca asiduidad llama a nuestra puerta lo que nos hiere, cuanto nos lastima, lo que nos deja humillados, sin palabras y asustados.


Así sucede no sólo en la sociedad, sino también en la comunidad cristiana. Porque lo que acabo de describir en su lado luminoso y su lado oscurecido, no es únicamente patrimonio de la humanidad genéricamente hablando, sino que también dentro de la Iglesia nos movemos con ese mismo guión precisamente por ser intrínsecamente humano. Días festivos en donde celebramos con esmero la alegría de nuestra fe, el don de los sacramentos y el gozo de sabernos un pueblo convocado y sostenido, amado y acompañado por el mismo Señor, Dios-con-nosotros. Pero también nos sucede que al llegar los momentos de la prueba, del dolor, de los enigmas con su misterio, los momentos de cruz, también sabemos acompañarnos como mejor sabemos emulando la compañía cierta y eficaz del mismo Dios que no es ajeno a la vida ni a cuanto nos acontece.


Por este motivo, una vez al año es bueno que recordemos que formamos parte de un Pueblo que desea vivir de veras el lema que este año nos ofrece el día de la Iglesia diocesana: una Iglesia de todos, al servicio de todos. No una Iglesia encerrada en sus cuitas, sino, sin traicionar su patrimonio espiritual, cultural y solidario, se abra a todas esas periferias existenciales de las que habla el Papa Francisco, en donde hay hermanos nuestros que nos esperan con un llanto que enjugar o una esperanza por la que seguir brindando. Así nos queremos saber y reconocer los cristianos, como una Iglesia que la formamos sacerdotes, consagrados y laicos, y que está al servicio de todos nuestros hermanos. Esta es la razón de ser de nuestra presencia en el mundo como testimonio de lo que el mismo Jesús hizo y sigue haciendo en medio de nosotros. Anunciar la buena noticia de su salvación, al tiempo que salimos al encuentro de los más necesitados.



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