Alegría y Esperanza
Que hay una relación directa entre fe, esperanza y alegría, para mí está claro: creemos en un Dios Creador, que nos ama y por ello se ha hecho hombre para salvarnos, que nos dice que la vida tiene sentido y que ese sentido no es otro que el amor, del que nos ha dado ejemplo muriendo por nosotros en la Cruz, que podemos ser eternamente felices, pues ha resucitado con una resurrección que es prenda y garantía de la nuestra, que nos perdona los pecados en el sacramento de loa Penitencia y se queda con nosotros por la Santa Misa y la comunión, y además nos ha preparado una mansión eterna en el cielo. Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (Rom 8,28-30) y hacen su voluntad (Mt 7,21).
La esperanza responde al deseo de felicidad que hay en todos nosotros y nos protege de desalientos y desfallecimientos. Mucha gente piensa, que como en su vida hay pecados a veces sencillamente horribles, las puertas del perdón y de la esperanza están cerradas para ella. En el nº 3 de la “Evangelii gaudium”, el Papa Francisco nos recuerda que “no hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor”… y “Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros lo que nos cansamos de acudir a su misericordia”. En un autor fallecido hace pocos años, Paul Ricoeur leí una frase que me encantó: “lo específico del cristiano es la esperanza”. Y aquí es donde está la gran ventaja y superioridad del creyente sobre el no creyente. Nosotros podemos dar razón de nuestra esperanza, que tiene un nombre propio y se llama Jesucristo. No hace muchos días me decía una persona. “cuando tengo un problema, acudo al mejor psiquiatra y psicólogo del mundo, que además me sale gratis y se llama Jesucristo”.
Cuando pienso en mi muerte, es indudable que mi máximo deseo es salvarme, es decir morir en gracia. Pero sobre el modo concreto de morirme, me recordé a aquél que iba a ser ahorcado, pero que solicitó decidir él el árbol donde se realizase su ejecución. Naturalmente no lo encontró. Pero como yo sí tengo que morirme creo que lo mejor es pensar que Dios me quiere entrañablemente y por tanto fiarme de Él. Sé que Él no me va a defraudar.
Como creyente que soy, tengo que valorar mi actuar en esta vida. Es indiscutible que los valores humanos pueden, e incluso deben, ser asumidos por mi conciencia cristiana, al igual que hizo san Pablo con los valores paganos de la hospitalidad, veracidad, templanza, amistad etc. El mandamiento del amor me lleva como primer paso al amor hacia el prójimo, a respetarle en su dignidad humana, en sus derechos inalienables, los llamados derechos humanos, que proceden de la dignidad intrínseca de cada uno de nosotros, como hijos de Dios que somos. Ello supone un primer paso, todavía muy imperfecto, en el camino del amor. Estos valores los debo realizar en la dimensión del presente. De nada vale que yo crea en la libertad o en la justicia, si no intento realizarlos ya, en el momento presente, en la historia que me ha tocado vivir. Pero como son valores eternos, sé que la realización de ellos en este mundo no deja de ser imperfecta, por lo que creo en su realización plena más allá de la Historia, en el más allá, en ese Reino de Dios que ha comenzado y que está presente entre nosotros, pero que no puede alcanzar en esta vida su total plenitud, sino tras nuestra resurrección, en eso que es el Reino de la Verdad, de la Justicia, de la Paz y del Amor, todo ello con mayúsculas, porque se trata del reino de Dios en su plenitud, sin las imperfecciones de nuestra vida temporal. Si Dios no existe, si todo termina con la muerte, si Cristo no ha resucitado y no hay resurrección, el propio San Pablo nos dice en 1ª Corintios 15: “nuestra fe es vana” (v. 14) y “somos los más desgraciados de toda la humanidad” (v. 19). Pero la fe, esperanza y alegría cristiana nos dan la convicción que, afortunadamente para nosotros, las cosas no son así.
Pedro Trevijano
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