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Jesucristo: el amigo que nos indica el camino

He preguntado muchas veces a los jóvenes sobre las cualidades de Jesús. Me han dado muchas respuestas. En ellas señalaban alguna cualidad que más les llamaba la atención y que ellos consideraban como la principal. Y vi que no todos daban en el clavo. Porque quizá la mayoría se fijaba en algunas cualidades que no eran exclusivas de Cristo aunque brillasen en Él de manera especial, como pueden ser su fortaleza, o su dominio de todas las leyes de la naturaleza, o su sencillez, o su bondad, o su acogida, o su perdón, etc. Cualidades que también tenemos los hombres aunque en menor grado.

Si se trata de dar una definición de Cristo de manera que señalemos lo que le distingue de todos nosotros, es decir, si se trata de entrar a fondo en el misterio de su personalidad, creo que la mejor definición es la que dio de Él San Pedro cuando Jesús les preguntó a los apóstoles quién creían que era Él. Dijo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt. 16, 16). Esto es lo que le distingue de todos nosotros y lo que le da una realidad especial e inimitable. No es sólo hombre; es también Dios, el Hijo de Dios… Esta realidad humano-divina es lo que fundamenta toda su perfección y todo el señorío que vemos que le brota espontáneamente de su interior y que causa admiración tanto a quienes creemos en Él como a los no creyentes. No hay en la Historia de la Humanidad nadie a quien se le hayan dedicado tantas vidas como se le han dedicado a ese hombre que murió joven hace 2000 años y que se llamó Jesús.


Pero no quiero limitarme a dar una especie de definición aséptica de Cristo. En ese Hijo de Dios no quiero que veamos la frialdad de una definición, entre otras razones, porque a un amigo no se le define así. Del amigo se habla con cariño, con calor, con agrado, con admiración, con pasión. Y Cristo es el Dios cercano, el Dios amigo; así como suena, el amigo, mi amigo y el de todos. El amigo que ha dada su vida por mí y por todos. El amigo a quien siento muy cercano, con quien hablo y a quien escucho, pero de verdad; sé que está junto a mí, lo percibo y lo percibo pendiente de mí y animándome a seguir en la brecha y a seguir anunciando en su nombre que Dios es nuestro Padre y que nos lo ha dado a Él como salvador de todos.


Es el amigo que nos va marcando el camino de nuestra vida y que además nos dice que Él es el camino y que nadie va al Padre sino por Él. El amigo que, porque ha resucitado y ha roto las barreras del espacio y del tiempo, está junto a cada hombre y en cada hombre, de tal manera que nos dice que lo que hagamos a cualquiera se lo hacemos a Él. Es el amigo que me anima y me comprende y me perdona. El amigo que confía en mí a pesar de que los demás no confíen. El amigo que rompe las cadenas de esclavitud, mías y de los demás, y que nos invita a todos a la libertad, a la suya, a la verdadera, a la libertad que consiste en que nada ni nadie nos impida realizarnos como Dios quiere.

Es el amigo que ama hasta el final pero que también pide que se le ame hasta el final; el amigo que no se conforma con una amistad a medias, con esa amistad que a veces es la única que estamos dispuestos a ofrecerle.


Antes hablaba de la definición que dio San Pedro: tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Y ahí queda en el aire la pregunta trascendental que se hace el creyente cuando se sitúa ante esta realidad del Cristo Dios: ¿cómo es posible que Dios haya llegado a tanto en su amor por nosotros?


El Dios omnipotente, el infinito, el transcendente, ¿por qué se ha vinculado definitivamente a nosotros, asumiendo para siempre una humanidad como la nuestra? ¿Por qué se me ha brindado como amigo? ¿Por qué cuenta conmigo?


Y queda en el aire también otra pregunta muy personal que les invito a formularse con la mayor seriedad: ¿Por qué no me decido a aceptar de lleno su amistad y a ofrecerle incondicionalmente la mía?


José Gea



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