Camino a recorrer, Verdad a creer y Vida que nos da felicidad
Queridos amigos y hermanos de ReL: y a hemos recorrido cuatro semanas desde pascua. Jesús –antes de partir al Padre– sigue enseñándonos quién es y qué lugar ocupa en el proyecto salvador de Dios. El domingo pasado nos dijo: “Yo soy la puerta”. Hoy, en este 5º Domingo de Pascua (Ciclo A – Evangelio de Jn 14, 1-12), con idéntico énfasis, nos dice: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí”. En efecto, Jesús es el Camino que necesitamos recorrer, la Verdad que necesitamos conocer, la Vida que necesitamos vivir para alcanzar la felicidad junto a Dios.
La liturgia de los últimos domingos de Pascua concentra nuestra atención sobre las enseñanzas de Jesús contenidas en el sermón de la Cena, testamento precioso dejado a sus discípulos antes de dirigirse a la Pasión.
Hoy aparece en primer plano la gran declaración: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6), que había sido provocada por la pregunta de Tomás, quien, no habiendo comprendido cuanto Jesús había dicho sobre su vuelta al Padre, le había preguntado: “Señor, no sabemos adónde vas: ¿cómo, pues, podemos saber el camino? (ib. 5). El apóstol pensaba en un camino material, pero Jesús le indica uno espiritual, tan excelente que se identifica con su persona: “Yo soy el camino”; y no sólo le muestra el camino, sino también el término -“la verdad y la vida”- a que conduce, que es también él mismo.
Jesús es el camino que lleva al Padre: “Nadie viene al Padre sino por mí” (ib. 6); es la verdad que lo revela: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (ib. 9); es la vida que comunica a los hombres la vida divina: “Como el Padre tiene la vida en sí mismo”, así la tiene el Hijo y la da “a los que quiere” (Jn 5, 26. 21). El hombre puede ser salvado con una sola condición: seguir a Jesús, escuchar su palabra, dejarse invadir por su vida que le es dada por la gracia y el amor. De esta manera no sólo vive en comunión con Cristo, sino también con el Padre que no está lejos ni separado de Cristo, sino en él mismo, pues Cristo es una sola cosa con el Padre y el Espíritu Santo. “Creedme, que yo estoy en el Padre y el Padre en mí” (Jn 14, 11).
Sobre esta fe en Cristo verdadero hombre y verdadero Dios, camino que conduce al Padre e igual en todo al Padre, se funda la vida del cristiano y de toda la Iglesia. Por esto, la Oración Colecta de la Misa de este Domingo afirma: “Señor, tú te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos, míranos siempre con amor de padre y haz que cuantos creemos en Cristo, tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna” (Misal Romano).
La primera y la segunda lectura nos presentan el desarrollo y la vida de la Iglesia primitiva bajo el influjo de Jesús, “camino, verdad y vida”. La lectura de los Hechos (6, 1-8) nos hace asistir al rápido crecimiento de los creyentes como fruto de la predicación de los Apóstoles y de la elección de sus primeros colaboradores que, haciéndose cargo de las obras caritativas, dejaban a los primeros la libertad de dedicarse por entero “a la oración y al ministerio de la palabra” (ib 4). Se trataba del culto litúrgico -celebración de la Eucaristía y oración comunitaria- pero también ciertamente de la oración privada en la cual habían sido instruidos los apóstoles con las enseñanzas y los ejemplos de Jesús.
Del mismo modo que el Maestro pasaba largas horas en oración solitaria, también el apóstol reconoce la necesidad de adquirir nuevo vigor en la oración personal hecha en íntima unión con Cristo, pues sólo de esta manera será eficaz su ministerio y podrá llevar al mundo la palabra y el amor del Señor.
Mientras la lectura de los Hechos nos habla de los apóstoles y sus colaboradores, la segunda lectura se ocupa del sacerdocio de los fieles: “Vosotros sois linaje escogido -escribe San Pedro a los primeros cristianos-, sacerdocio regio, gente santa” (1 Ped 2, 9). Nadie está excluido de este sacerdocio espiritual que se extiende a todos los bautizados asociándolos al sacerdocio de Cristo. Jesús, único camino que conduce al Padre, es también el único Sacerdote que por propia virtud reconcilia a los hombres con Dios y le ofrece un culto digno de su majestad infinita; pero, “allegados a él”, también los fieles son levantados a un “sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo” (ib., 4-5).
Jesús es la única fuente de vida en la Iglesia, la única fuente del sacerdocio ministerial y del de los fieles; no hay culto ni sacrificio digno de Dios si no va unido al de Cristo, lo mismo que no hay santidad ni fecundidad apostólica si no derivan de él.
“¡Oh Jesús! Haz que camine por la senda de la humildad para que llegue a la eternidad. Tú, en cuanto Dios, eres la patria hacia la que estamos encaminados; en cuanto hombre eres el camino por el cual andamos. Vamos a Ti, a través de Ti. ¿Por qué temer desviarnos? Tú no te has alejado del Padre y has venido a nosotros… Dios y hombre… Dios porque eres el Verbo, hombre porque siendo Verbo te has hecho hombre.
Todo hombre es pobre e indigente de ti, ¡oh Dios! ¿Qué soy yo? ¡Oh si conociese mi pobreza!... Y con todo, Jesús me dice: dame lo que te he dado… pidiéndome a mí, dame y yo te lo retribuiré. Tú me das poco, yo te devolveré mucho más. Tú me das cosas de la tierra, yo te daré cosas celestiales. Me das cosas temporales, yo te las daré eternas. Te daré a ti mismo cuando te llame a mí”. (San Agustín, Sermón 123, 3-5).
“Cantemos al Señor un canto nuevo porque él obró maravillas”, hemos proclamado junto con la antífona de entrada. La maravilla que nos presenta la Liturgia de hoy es Jesús asegurándonos que para ver a Dios basta verlo a él y para ir a Dios hay que recorrer el camino junto a él. Ojalá que tengamos esta visión y que nos animemos a transitar este camino.
Le invito a escuchar el audio de una síntesis de estas reflexiones en el siguiente vínculo:
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