Crónica de unas vacaciones: Javier, Lisboa, Oseira
Tras algunos años en los que mis vacaciones se reducían a cinco días, este año he podido disfrutar de quince días de vacaciones. Por orden, primero estuve cinco días en Javier, Navarra, con mis amigos de Escuela (del movimiento de Comunión y Liberación); volví a casa y al día siguiente llevé a mi hija a Lisboa, donde estuvimos cuatro días completos y por último, tras pasar un día en casa, hemos ido a Galicia, donde mientras mi hija se quedaba en casa de unos amigos en Orense, yo he ido a Oseira, monasterio cisterciense del siglo XII, donde he coincidido con dos amigos sacerdotes, Paco y Juan Miguel.
Ha sido un verano lleno de arte, tanto obra del hombre como del Creador. Y de aproximación a Dios. Y de rostros de amigos que para mí han sido Cristo. De todos los momentos me gustaría mencionar tres que, tal vez, han sido los más importantes.
Navarra. El rostro de la amistad
Uno de los días hicimos una excursión a San Miguel de Aralar donde, tras la misa, comimos todos juntos. Luego la mayoría se fue a Pamplona a dar una vuelta por la ciudad, pero mi hija y yo preferimos volver al hotel, en Javier. Allí estaban dos amigos, Arantxa y Charras, que habían decidido quedarse. Llegamos y mientras mi hija se iba a jugar con los hijos de mis amigos, yo me quedé a hablar con ellos para comentar el testimonio que ambos nos habían dado la noche antes sobre el cambio que había supuesto en sus vidas la conversión y que a mí me había impresionado mucho. Lo que comenzó como una charla se convirtió en un momento de comunión en el marco verde de Javier, con el Castillo del Santo ante nuestros ojos. Personas que conocía de ir a Escuela de Comunidad, con las que sí había compartido cosas, pero con las que nunca había hablado en profundidad, me abrieron los ojos poniéndome ante la realidad de la cantidad de veces que me he quedado parada en la pretensión sobre los demás sin ir más allá, sin amar al otro por lo que es, sin exigirle nada, sólo acompañándole en el momento que podía estar atravesando. Fue realmente aleccionador y para mí fue reconocer en ellos unos adultos en la fe.
Lisboa. El rostro de la liturgia
Lisboa es una ciudad que adoro. He ido tres veces en mi vida, la última hace veinte años, y siempre me fascina: su luz, su gente, sus edificios, a veces necesitados de una buena restauración, pero no por ello privados de encanto. Además, hay verdaderas joyas artísticas: el convento do Carmo, el monasterio de los Jerónimos, algunas de las obras del Museo Nacional de Arte Antigua, entre otros.
El día 15 de agosto fuimos a misa a la Iglesia del Monasterio de los Jerónimos. Bien… fue maravillosa. Primero, el lugar, una joya del arte manuelino del siglo XVI. Luego la música, con una cantante, Rosário Tanchao, –acompañada por un organista, Diogo Pomo– con una voz límpida, formidable, que hasta mi hija, que tiene 12 años y está en la fase Rihanna, Katie Perry, Zendaya, entre otros, se emocionó. Pero lo increíble fue el momento de la consagración del pan y el vino. Nunca he oído a un sacerdote (y me encanta cómo celebran la misa mi párroco y los sacerdotes de Escuela con los que vamos de vacaciones) consagrar de esa manera. Es como si ese momento fuera sólo para él y Cristo, en una relación directa que yo veía, intuía y en la que participaba emocionada. Cuando lo he contado me han preguntado si era afectación: no lo era, no era algo estudiado, teatral. He asistido a misas donde el sacerdote celebra de una manera afectada y eso no lo era. Era la conciencia de un hombre, de un sacerdote, que sabe que ése es el momento clave de toda vida cristiana y, por ende, el momento central en toda celebración y en el ministerio de un sacerdote. Al acabar la misa fuimos a felicitar a la cantante y luego llevé a mi hija al claustro del Monasterio. La expresión de su cara cuando entramos fue la clara demostración de que el Arte con mayúsculas, la belleza de lo construido para Alguien más grande que nosotros pueden hacer mella en una niña de 12 años del siglo XXI, apasionada de los One Direction.
Oseira. El rostro de la consagración
A quien no haya estado en Oseira le aconsejo que vaya. Primero, por la obra del Creador: una zona preciosa donde abunda el verde en sus distintas tonalidades, donde el cielo cambia de color a lo largo del día y donde una bruma a primera hora de la mañana cubría la vegetación del cuadro que tenía ante mis ojos cada día, dando a todo un halo de misterio. Segundo, por la obra del hombre: un monasterio cisterciense del siglo XII donde cada piedra, cada patio, cada fuente, puede contar una historia distinta. Donde el musgo crece en las piedras y donde el ruido del agua de las fuentes es lo único que se oye en el silencio de la noche. Donde rezas siempre que quieras con los monjes, en cualquiera de las horas que marcan su día, en el coro alto de la iglesia. Y de donde salgo sólo para tomar café en uno de los dos bares que hay fuera del monasterio.
¿Por qué llamo a este apartado el rostro de la consagración? Pues por la misa del último día, en la que éramos sólo tres personas: los dos sacerdotes amigos míos que he mencionado antes y la que escribe. Nunca he participado en una misa así y la verdad es que me emocionó. Tanto que ni conseguía recitar mi parte de la misa, la decía tan bajito que uno de ellos, ya en el coche de vuelta a nuestra ciudad y tomándome el pelo, me dijo que podía haber respondido más alto, que no estaba prohibido.
La verdad es que la consagración, hasta mi conversión, era un misterio para mí, algo que no entendía, cuyo sentido se me escapaba. El único sacerdote que tenía como amigo hasta que hace tres años empecé este camino, y al que conozco desde hace 15 años, para mí era sacerdote como podía haber sido médico, albañil o profesor. Era una profesión más. Pero poco a poco, en contacto con sacerdotes verdaderos, que no niegan su humanidad y que de ella hacen don a Cristo, que viven elevando la mirada, mi idea ha ido cambiando hasta darme cuenta del don que tenemos los católicos con los sacerdotes. Y con los consagrados en general. ¿Qué haría yo sin mis visitas más o menos regulares a mis amigas de La Aguilera? Obviamente, seguiría viviendo, pero viviría peor. Sin poder confrontarme con ellas, sin ver cómo miran al único centro de su vida, a Cristo, yo no viviría igual mi fe. La fe, en mi caso, necesita ver el rostro de Cristo en quien me acompaña en este camino, en mi vida. Sin ellos, sin su juicio sobre su propia experiencia, yo no podría hacer lo mismo sobre la mía. Son los adultos en la fe, mis adultos en la fe. Sin mitificarlos, sin ponerlos en un pedestal, porque son humanos como yo y como tales, con sus límites. Pero veo, contemplo dónde ellos quieren ir. Y allí quiero ir yo también. A Cristo.
Helena Faccia
elrostrodelresucitado@gmail.com
Enviar comentario