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Mi espíritu exulta en Dios

Celebramos hoy una de las fiestas más bellas de la Virgen: su glorificación en cuerpo y alma en el cielo. El Evangelio es el pasaje de Lucas con el Magnificat de María. Según la doctrina de la Iglesia católica, que se basa en una tradición acogida también por la Iglesia ortodoxa (si bien por ésta no definida dogmáticamente), María entró en la gloria no sólo con su espíritu, sino íntegramente con toda su persona, como primicia –después de Cristo-- de la resurrección futura. La Lumen gentium del Concilio Vaticano II dice: «La Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor, antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante como signo de esperanza y de consuelo». En todas las demás fiestas contemplamos a María como signo de lo que la Iglesia debe ser; en la fiesta de hoy la contemplamos como signo de lo que la Iglesia será.

Desearía hacer hincapié en un aspecto de la gloria de María especialmente actual en el tiempo en que vivimos. Jesús nació de María «Virgen». Por lo tanto María no reparte con nadie, tampoco con un hombre, el privilegio de haber dado la vida humana al Hijo de Dios. La carne y la sangre de Cristo que recibimos en la Eucaristía es carne de su carne y sangre de su sangre, fruto exclusivo de su seno. Es lo que proclamamos cada vez que rezamos el Ave Maria: «...y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús».


En la creación, la mujer, Eva, nace del hombre sin concurso de mujer; en la redención es el hombre, Cristo, quien nace de la mujer sin concurso de hombre. Sublime condición de paridad entre los sexos –hoy se diría «igualdad de oportunidades»-- realizada por Dios. Se ha visto a veces, en el relato bíblico del nacimiento de la mujer a partir de la costilla de Adán, una señal de inferioridad de la mujer respecto al hombre. Esta perplejidad desaparece si tenemos en cuenta que en la nueva creación es el hombre, Cristo, quien es nacido del seno de una mujer, aunque, en cuanto Dios, preexistente a ella.


San Pablo escribe: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4). Si hubiera dicho: «nacido de María» se habría tratado de un simple detalle biográfico; al decir «nacido de mujer» dio a su afirmación un alcance universal e inmenso. Es la mujer misma, cada mujer, la que ha sido elevada, en María, a tan increíble altura. María es aquí la mujer. Se habla mucho hoy de la promoción de la mujer, que es ciertamente uno de los signos de los tiempos que más honran nuestra época. ¡Pero qué atrasados vamos respecto a Dios! También Dante Alighieri se dirige a la Virgen llamándola no con el nombre propio de María, sino con el universal de «Mujer»:


Donna, se´ tanto grande e tanto vali,

che qual vuol grazia e a te non ricorre,

sua disianza vuol volar sanz´ali.


[Mujer, eres tan grande y tanto vales,

que quien desea una gracia y no recurre a ti

quiere que su deseo vuele sin alas.]


Surge el interrogante del sentido que tiene una fiesta de María en Ferragosto [el 15 de agosto. Ndt.], en el día más turístico y en cierto sentido el más profano del año. Yo le veo un sentido, y bellísimo. Lo que estos días empuja a los turistas hacia las montañas y el mar, o hacia las ciudades de arte, es la búsqueda de la belleza, ya sea de la naturaleza o aquella creada por el genio humano. La fiesta de la Asunción no pretende crear un estorbo a esta belleza o disminuir nuestra admiración. Pero nos invita a no pararnos ahí, sino a hacer una escala para elevarnos a una bellaza aún más sublime, que ni el tiempo ni las fuerzas de la naturaleza pueden amenazar. La contemplación de María en Ferragosto nos salva, en cierto sentido, de la melancolía. Nos dice que cuando nuestros ojos se cierren a estas bellezas creadas, se abrirán a la visión de otra belleza que no decae, aquella en la que María entró en su Asunción al cielo.



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