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¿Nunca más la guerra? La solución no es el pacifismo

Los misiles de Hamas sobre Israel, las bombas sobre Gaza, los combates en Siria, la persecución de los cristianos en Mosul, los incendios y saqueos en Libia. La guerra, las violencias y las masacres parecen dominar partes cada vez más grandes de nuestro mundo. Y una pregunta: ¿por qué?

Ante la realidad de las guerras y el asombro causado por su existencia, la Sagrada Escritura revela que la guerra es consecuencia del pecado original. Aprendí en el catecismo que cuando el hombre, en los orígenes, se separó de Dios y se rebeló tuvieron inicio las enfermedades, los dolores, las fatigas y, sobre todo, la muerte del cuerpo; pero también la ignorancia, la malicia, la debilidad y la concupiscencia del alma. La inteligencia se ofuscó, por lo que difícilmente reconoce la verdad, cae fácilmente en el error y se dirige más a las cosas temporales que a las eternas.


La voluntad se debilitó, inclinándose hacia el mal: con muchísima dificultad supera el vicio y practica la virtud, sintiéndose arrastrada más bien hacia el pecado, también cuando la razón entiende con claridad que éste es el mal. En tanto desorden de la naturaleza humana en su totalidad, ¿en qué se convirtió la vida del hombre en la tierra? Ignorancia, pobreza, enfermedades, guerras, hambre y vicios de todo tipo fueron el legado, a través de los siglos, de una humanidad miserable. Todos ellos consecuencia del pecado original, o como quieran llamar lo que para algunos teólogos es una fábula: y sin embargo, basta con abrir el libro del Apocalipsis en el que la guerra, la muerte y el hambre son representados como caballos que recorren la historia (cfr. 6,1-8) hasta que llega sobre un caballo blanco el vencedor, Jesús.


Ante el continuo invocar la paz por parte de los eclesiásticos, desde los sumos a los mínimos, el hombre de la calle se pregunta: ¿se puede evitar o detener la guerra? Los católicos deberían responder: sólo con la conversión del corazón a Dios y el reconocimiento de la redención obrada por Jesucristo. Entonces, ¿construiremos o no la paz? Sí, pero a partir del anuncio de Aquel que es su príncipe y la piedra angular, sin el cual el edificio no se sostiene. En caso contrario, la advertencia del profeta Jeremías nos concerniría directamente: «Desde el profeta hasta el sacerdote, todos practican el fraude. Han curado el quebranto de la hija de mi pueblo a la ligera, diciendo: "¡Paz, paz!", cuando no había paz. ¿Se avergonzaron de las abominaciones que hicieron? ¡Avergonzarse, no se avergonzaron; sonrojarse, tampoco supieron! ...» (8,10-12). Efectivamente, ¿cómo podemos pretender tener paz si con el aborto hemos llevado la guerra hasta el seno materno? Jesús no prestó atención a las muchísimas guerras del imperio romano porque no se detenía en los efectos -la guerra es así- sino que indicaba y aclaraba las causas: la lejanía de Dios, la inmoralidad, el pecado. Por este motivo no dijo nunca que no habría guerras, ni educó a los suyos en el pacifismo. ¿Qué hizo? Responde Eliot en Los Coros de la Piedra: hizo el cristianismo. Ésta es la cura.


Benedicto XVI ha explicado que Jesús vino a reafirmar la adoración de Dios: el primer mandamiento mosaico "Yo soy Yahveh, tu Dios” se cumple en el “Yo Soy” del Hijo de Dios. La misión del Evangelio es la adoración de Dios, no la solución de los problemas sociales, entre los cuales la guerra: “Pero, ¿que ha traído Jesús verdaderamente, si no la paz en el mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído? La respuesta es muy simple: Dios. Ha traído a Dios" (Jesús de Nazaret, I).


Jesús no sólo ha cambiado el mundo una vez por todas, sino que lo cambia cada vez que encuentra el mundo íntimo del hombre. Por eso, Él prometió estar con nosotros hasta el fin del mundo. ¿No podrían los católicos evangelizar esto? El efecto será más lento, pero más duradero, y pondrá las bases para la paz verdadera: la conversión del corazón. Para conseguir la paz, Jesús no pidió a los Apóstoles constituir una “comunidad ecuménica mixta”, como hacia el jesuita desaparecido en Siria (algo que los musulmanes consideran apostasía de su religión), sino hacer la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica. A nosotros católicos no nos está permitido ir más allá de este mandato: presumiríamos de ser más grandes que Jesucristo. Por lo tanto, como dijo Juan XXIII en el discurso de apertura de Concilio Vaticano II: «El gran problema que se plantea ante el mundo permanece inmutable: o estoy con Cristo y con su Iglesia o sin Él, o contra Él y, deliberadamente, contra su Iglesia».



Artículo publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.


Traducción de Helena Faccia Serrano.



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