Misa en Manila y discurso a los políticos: el Papa denuncia la corrupción y pide defender la vida
El Papa ha dedicado su primera mañana en Manila al trato con las autoridades civiles en la recpeción oficial, y después a una primera misa en la catedral de la capital filipina. Palabras duras contra la corrupción Francisco pidió a las autoridades "escuchar la voz de los pobres y romper las cadenas de la injusticia y de la opresión, que dan origen a evidentes y escandalosas desigualdades sociales" y rechazar "toda forma de corrupción que quite recursos a los pobres". En su primer discurso en Filipinas- dirigido a las autoridades y al cuerpo diplomático- el Papa Francisco confirmó lo que había anunciado durante el vuelo que los llevó al archipiélago: "el mensaje serán los pobres". Según el protocolo filipino, la ceremonia de bienvenida se desarrolló en el Palacio presidencial. El presidente Benigno Aquino III recibió al Papa, saludado durante el recorrido desde la nunciatura por una multitud festejante, con el cual tendrá un coloquio privado antes del encuentro con políticos y diplomáticos. Discurso íntegro del Papa a las autoridades civiles: Señoras y Señores Gracias, señor Presidente, por su amable acogida y por sus palabras de saludo en nombre de las autoridades y el pueblo de Filipinas, y de los distinguidos miembros del Cuerpo diplomático. Le agradezco de corazón su invitación a visitar Filipinas. Mi visita es sobre todo pastoral. Tiene lugar cuando la Iglesia en este país se prepara para celebrar el quinto centenario del primer anuncio del Evangelio de Jesucristo en estas costas. El mensaje cristiano ha tenido una inmensa influencia en la cultura filipina. Espero que este importante aniversario resalte su constante fecundidad y su capacidad para seguir plasmando una sociedad que responda a la bondad, la dignidad y las aspiraciones del pueblo filipino. De manera particular, esta visita quiere expresar mi cercanía a nuestros hermanos y hermanas que tuvieron que soportar el sufrimiento, la pérdida de seres queridos y la devastación causada por el tifón Yolanda. Al igual que tantas personas en todo el mundo, he admirado la fuerza heroica, la fe y la resistencia demostrada por muchos filipinos frente a éste y otros desastres naturales. Esas virtudes, enraizadas en la esperanza y la solidaridad inculcadas por la fe cristiana, dieron lugar a una manifestación de bondad y generosidad, sobre todo por parte de muchos jóvenes. En esos momentos de crisis nacional, un gran número de personas acudieron en ayuda de sus vecinos necesitados. Con gran sacrificio, dieron su tiempo y recursos, creando redes de ayuda mutua y trabajando por el bien común. Este ejemplo de solidaridad en el trabajo de reconstrucción nos enseña una lección importante. Al igual que una familia, toda sociedad echa mano de sus recursos más profundos para hacer frente a los nuevos desafíos. En la actualidad, Filipinas, junto con muchos otros países de Asia, se enfrenta al reto de construir sobre bases sólidas una sociedad moderna, una sociedad respetuosa de los auténticos valores humanos, que tutele nuestra dignidad y los derechos humanos dados por Dios, y lista para enfrentar las nuevas y complejas cuestiones políticas y éticas. Como muchas voces en vuestro país han señalado, es más necesario ahora que nunca que los líderes políticos se distingan por su honestidad, integridad y compromiso con el bien común. De esta manera ayudarán a preservar los abundantes recursos naturales y humanos con que Dios ha bendecido este país. Y así serán capaces de gestionar los recursos morales necesarios para hacer frente a las exigencias del presente, y transmitir a las generaciones venideras una sociedad de auténtica justicia, solidaridad y paz. Para el logro de estos objetivos nacionales es esencial el imperativo moral de garantizar la justicia social y el respeto por la dignidad humana. La gran tradición bíblica prescribe a todos los pueblos el deber de escuchar la voz de los pobres y de romper las cadenas de la injusticia y la opresión que dan lugar a flagrantes e incluso escandalosas desigualdades sociales. La reforma de las estructuras sociales que perpetúan la pobreza y la exclusión de los pobres, requiere en primer lugar la conversión de la mente y el corazón. Los Obispos de Filipinas han pedido que este año sea proclamado el «Año de los Pobres». Espero que esta profética convocatoria haga que en todos los ámbitos de la sociedad se rechace cualquier forma de corrupción que sustrae recursos de los pobres, y se realice un esfuerzo concertado para garantizar la inclusión de todo hombre, mujer y niño en la vida de la comunidad. La familia, y sobre todo los jóvenes, desempeñan un papel fundamental en la renovación de la sociedad. Un momento destacado de mi visita será el encuentro con las familias y los jóvenes, aquí en Manila. Las familias tienen una misión indispensable en la sociedad. Es en la familia donde los niños aprenden valores sólidos, altos ideales y sincera preocupación por los demás. Pero al igual que todos los dones de Dios, la familia también puede ser desfigurada y destruida. Necesita nuestro apoyo. Sabemos lo difícil que es hoy para nuestras democracias preservar y defender valores humanos básicos como el respeto a la dignidad inviolable de toda persona humana, el respeto de los derechos de conciencia y de libertad religiosa, así como el derecho inalienable a la vida, desde la de los no nacidos hasta la de los ancianos y enfermos. Por esta razón, hay que ayudar y alentar a las familias y las comunidades locales en su tarea de transmitir a nuestros jóvenes los valores y la visión que permita lograr una cultura de la integridad: aquella que promueve la bondad, la veracidad, la fidelidad y la solidaridad como base firme y aglutinante moral para mantener unida a la sociedad. Señor Presidente, distinguidas autoridades, queridos amigos: Al comenzar mi visita a este país, no puedo dejar de mencionar el papel importante de Filipinas para fomentar el entendimiento y la cooperación entre los países de Asia, así como la contribución eficaz, y a menudo no reconocida, de los filipinos de la diáspora a la vida y el bienestar de las sociedades en las que viven. A la luz de la rica herencia cultural y religiosa, que enorgullece a su país, les dejo un desafío y una palabra de aliento. Que los valores espirituales más profundos del pueblo filipino sigan manifestándose en sus esfuerzos por proporcionar a sus conciudadanos un desarrollo humano integral. De esta forma, toda persona será capaz de realizar sus potencialidades, y así contribuir de manera sabia y eficaz al futuro de este país. Espero que las meritorias iniciativas para promover el diálogo y la cooperación entre los fieles de distintas religiones consigan su noble objetivo. De modo particular, confío en que el progreso que ha supuesto la consecución de la paz en el sur del País promueva soluciones justas que respeten los principios fundantes de la nación y los derechos inalienables de todos, incluidas las poblaciones indígenas y las minorías religiosas. Invoco sobre ustedes, y todos los hombres, mujeres y niños de esta amada nación, abundantes bendiciones de Dios. Misa en la catedral: el pueblo católico Preparar válidos caminos para el Evangelio en Asia en el alba de una nueva era: es la tarea que el Papa francisco confía a la Iglesia de Filipinas y sobre todo a los obispos, sacerdotes, religiosos y jóvenes seminaristas que encontró esta mañana en la catedral de la Inmaculada Concepción. El papa llegó a las 11,15, saludado por dos filas de "casi guardias suizos: jóvenes que vestían la librea de las guardias suizas romanas, pero con una boina azul y sin colores rojos. La catedral estaba llena; pero la plaza y las calles circunstantes lo estaban más: centenares de miles de jóvenes y adultos estaban esperando desde muchas horas antes para poder aunque sea ver al pontífice. Texto íntegro de la homilía del Papa Francisco en la catedral de Manila «¿Me amas? ... Apacienta mis ovejas» (Jn 21,15-17). Las palabras de Jesús a Pedro en el Evangelio de hoy son las primeras que os dirijo, queridos hermanos obispos y sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas y jóvenes. Estas palabras nos recuerdan algo esencial. Todo ministerio pastoral nace del amor. Toda vida consagrada es un signo del amor reconciliador de Cristo. Al igual que santa Teresa de Lisieux, cada uno de nosotros, en la diversidad de nuestras vocaciones, está llamado de alguna manera a ser el amor en el corazón de la Iglesia. Os saludo a todos con gran afecto. Y os pido que hagáis llegar mi afecto a todos vuestros hermanos y hermanas ancianos y enfermos, y a todos aquellos que no han podido unirse a nosotros hoy. Ahora que la Iglesia en Filipinas mira hacia el quinto centenario de su evangelización, sentimos gratitud por el legado dejado por tantos obispos, sacerdotes y religiosos de generaciones pasadas. Ellos trabajaron, no sólo para predicar el Evangelio y edificar la Iglesia en este país, sino también para forjar una sociedad animada por el mensaje del Evangelio de la caridad, el perdón y la solidaridad al servicio del bien común. Hoy vosotros continuáis esa obra de amor. Como ellos, estáis llamados a construir puentes, a apacentar las ovejas de Cristo, y preparar caminos nuevos para el Evangelio en Asia, en los albores de una nueva era. «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14). En la primera lectura de hoy san Pablo nos dice que el amor que estamos llamados a proclamar es un amor reconciliador, que brota del corazón del Salvador crucificado. Estamos llamados a ser «embajadores de Cristo» (2 Co 5,20). El nuestro es un ministerio de la reconciliación. Proclamamos la Buena Nueva del amor infinito, de la misericordia y de la compasión de Dios. Proclamamos la alegría del Evangelio. Pues el Evangelio es la promesa de la gracia de Dios, la única que puede traer la plenitud y la salvación a nuestro mundo quebrantado. Es capaz de inspirar la construcción de un orden social verdaderamente justo y redimido. Ser un embajador de Cristo significa, en primer lugar, invitar a todos a un renovado encuentro personal con el Señor Jesús (Evangelii Gaudium, 3). Esta invitación debe estar en el centro de vuestra conmemoración de la evangelización de Filipinas. Pero el Evangelio es también una llamada a la conversión, a examinar nuestra conciencia, como individuos y como pueblo. Como los obispos de Filipinas han enseñado justamente, la Iglesia está llamada a reconocer y combatir las causas de la desigualdad y la injusticia profundamente arraigada, que deforman el rostro de la sociedad filipina, contradiciendo claramente las enseñanzas de Cristo. El Evangelio llama a cada cristiano a vivir una vida de honestidad, integridad e interés por el bien común. Pero también llama a las comunidades cristianas a crear «círculos de integridad», redes de solidaridad que se expandan hasta abrazar y transformar la sociedad mediante su testimonio profético. Como embajadores de Cristo, nosotros, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, debemos ser los primeros en acoger en nuestros corazones su gracia reconciliadora. San Pablo explica con claridad lo que esto significa: rechazar perspectivas mundanas y ver todas las cosas de nuevo a la luz de Cristo; ser los primeros en examinar nuestras conciencias, reconocer nuestras faltas y pecados, y recorrer el camino de una conversión constante. ¿Cómo podemos proclamar a los demás la novedad y el poder liberador de la Cruz, si nosotros mismos no dejamos que la Palabra de Dios sacuda nuestra complacencia, nuestro miedo al cambio, nuestros pequeños compromisos con los modos de este mundo, nuestra «mundanidad espiritual» (cf. Evangelii Gaudium, 93)? Para nosotros, sacerdotes y personas consagradas, la conversión a la novedad del Evangelio implica un encuentro diario con el Señor en la oración. Los santos nos enseñan que ésta es la fuente de todo el celo apostólico. Para los religiosos, vivir la novedad del Evangelio significa también encontrar siempre de nuevo en la vida comunitaria y en los apostolados de la comunidad el incentivo de una unión cada vez más estrecha con el Señor en la caridad perfecta. Para todos nosotros, significa vivir de modo que se refleje en nuestras vidas la pobreza de Cristo, cuya existencia entera se centró en hacer la voluntad del Padre y en servir a los demás. El gran peligro, por supuesto, es el materialismo que puede deslizarse en nuestras vidas y comprometer el testimonio que ofrecemos. Sólo si llegamos a ser pobres, y eliminamos nuestra complacencia, seremos capaces de identificarnos con los últimos de nuestros hermanos y hermanas. Veremos las cosas desde una perspectiva nueva y así responderemos con con honestidad e integridad al desafío de anunciar la radicalidad del Evangelio en una sociedad acostumbrada a la exclusión social, a la polarización y a la inequidad escandalosa. Quisiera dirigir unas palabras especialmente a los jóvenes sacerdotes, religiosos y seminaristas, aquí presentes. Os pido que compartáis con todos, la alegría y el entusiasmo de vuestro amor a Cristo y a la Iglesia, pero sobre todo con vuestros coetáneos. Que estéis cerca de los jóvenes que pueden estar confundidos y desanimados, pero siguen viendo a la Iglesia como compañera en el camino y una fuente de esperanza. Estar cerca de aquellos que, viviendo en medio de una sociedad abrumada por la pobreza y la corrupción, están abatidos, tentados de darse por vencidos, de abandonar los estudios y vivir en las calles. Proclamar la belleza y la verdad del mensaje cristiano a una sociedad que está tentada por una visión confusa de la sexualidad, el matrimonio y la familia. Como sabéis, estas realidades sufren cada vez más el ataque de fuerzas poderosas que amenazan con desfigurar el plan de Dios sobre la creación y traicionan los verdaderos valores que han inspirado y plasmado todo lo mejor de vuestra cultura. La cultura filipina, de hecho, ha sido modelada por la creatividad de la fe. Los filipinos son conocidos en todas partes por su amor a Dios, su ferviente piedad y su cálida devoción a Nuestra Señora y su rosario. Este gran patrimonio contiene un poderoso potencial misionero. Es la forma en la que vuestro pueblo ha inculturado el Evangelio y sigue viviendo su mensaje (cf. Evangelii Gaudium, 122). En vuestros trabajos para preparar el quinto centenario, construid sobre esta sólida base. Cristo murió por todos para que, muertos en él, ya no vivamos para nosotros mismos, sino para él (cf. 2 Co 5,15). Queridos hermanos obispos, sacerdotes y religiosos: pido a María, Madre de la Iglesia, que os conceda un celo desbordante que os lleve a gastaros con generosidad en el servicio de nuestros hermanos y hermanas. Que de esta manera, el amor reconciliador de Cristo penetre cada vez más profundamente en el tejido de la sociedad filipina y, a través de él, hasta los confines de la tierra Y concluye la homilía con la oración que "María, Madre de la Iglesia", suscite "en todos ustedes una tal abundancia de celo pastoral, que puedan expandirse con abnegación al servicio de los hermanos y hermanas. De tal modo que el amor reconciliador de Cristo pueda penetrar aún más totalmente en el tejido de la sociedad filipina y a través de ustedes en los rincones más lejanos del mundo....
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