Pedagogía en la predicación (I)
Quién no ha escuchado a lo largo de su vida aquello de: “Así actúa la pedagogía de Dios”, “Dios es un pedagogo, confía, ya verás que todo irá bien”; “Dios no da puntada sin hilo”; “Dios siempre alberga un plan de amor para cada uno”. Frases válidas tanto para tiempos de zozobra como de alegría espiritual.
Comienzo una serie de reflexiones en torno a la predicación, aunque mi mente enfoca toda su atención a la homilía. Sabemos bien que “predicación” abarca mucho más de lo que estrictamente conocemos por homilía.
Detengámonos en silencio en la palabra: pedagogía.
En este contexto, imaginemos a un sacerdote imaginario que escucha de refilón la idea de la necesidad de ser pedagogo al predicar. Podría pensar: ¿Acaso uno puede pretender ser pedagogo al predicar una homilía? ¿No sería pretencioso?, pero ¿No que ya me viene dado de qué hablar cada día en la Liturgia y muy concretamente cada domingo del año? ¡Pero si aún no he logrado acabar las 112 páginas del Directorio homilético! ¿Qué necesidad hay de ser pedagogo? ¿No es una forma, quizá, de querer sustituir la acción de la Gracia de Dios? ¿No pretendería teledirigir en el tiempo a las personas con mis enseñanzas? ¿No caería, yo, además, en falta de pureza de intención si quiero que adquieran lo que yo pienso que es mejor para ellos y, no lo que Dios pretenda para cada uno a través de mis pobres o brillantes homilías?
Preguntas razonables y que podrían plantear serios problemas de coherencia a otras posibles tendencias enseñadas por personas de Iglesia, me refiero a quienes enseñan o abogan en este mundo de la predicación por la “necesaria” planificación de la predicación, método, es decir, prepararse en agosto o septiembre la mayor parte de las homilías que tendrá que predicar el resto del año, o bien, tener ya preparados ejemplos para cada ciclo litúrgico e ir llenando el Breviario de pequeñas notas y frases para decirlas en la homilía correspondiente y así, quedan adjudicados los mismos ejemplos que cíclicamente se irán repitiendo cada tres años, según sea el ciclo A, B ó C.
Atendiendo a las hipotéticas preguntas del imaginario sacerdote, tan provocativo y negativo podría resultar el que opta por una excesiva planificación, como quien opta por la improvisación dejado llevar de un supuesto “abandono confiado en la Providencia”, o simplemente, “que los curas estamos más liados que la pata de un romano y no nos da la vida”. Bien lo sabemos.
Antes de ahondar en la pedagogía en la predicación, me giro y miro al Maestro: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21 – Cfr. Directorio homilético)… “que acabáis de oír, acabáis de oír, acabáis de oír… “. Jesús les habla desde la cercanía, Jesús conoce a quienes le escuchan, Jesús probablemente con serenidad y sin solemnidad, levantaría la cabeza y les miraría con franqueza a los ojos, Jesús les interpela: “… acabáis de oír”. ¡Qué momento! esa mezcla de autoridad con bondad y sabiendo que esa su primera manifestación pública causaría sorpresa. No obstante, no dejaba de ser “el hijo del carpintero y de María”.
Y al poner los ojos en el Maestro, una sencilla moraleja: Jesús es cercano, familiar, amable, directo, elimina con su forma de presentarse barreras… Jesús les tutea, se sabe y considera parte de ellos, Él es comunidad. Claro, lo que la comunidad no se esperaba era aquello de: “Hoy se ha cumplido la Escritura”, vamos, que les declaró de sopetón: Yo soy el Mesías.
Esto de la pedagogía humana y divina nos dará mucho juego.
Comienzo una serie de reflexiones en torno a la predicación, aunque mi mente enfoca toda su atención a la homilía. Sabemos bien que “predicación” abarca mucho más de lo que estrictamente conocemos por homilía.
Detengámonos en silencio en la palabra: pedagogía.
En este contexto, imaginemos a un sacerdote imaginario que escucha de refilón la idea de la necesidad de ser pedagogo al predicar. Podría pensar: ¿Acaso uno puede pretender ser pedagogo al predicar una homilía? ¿No sería pretencioso?, pero ¿No que ya me viene dado de qué hablar cada día en la Liturgia y muy concretamente cada domingo del año? ¡Pero si aún no he logrado acabar las 112 páginas del Directorio homilético! ¿Qué necesidad hay de ser pedagogo? ¿No es una forma, quizá, de querer sustituir la acción de la Gracia de Dios? ¿No pretendería teledirigir en el tiempo a las personas con mis enseñanzas? ¿No caería, yo, además, en falta de pureza de intención si quiero que adquieran lo que yo pienso que es mejor para ellos y, no lo que Dios pretenda para cada uno a través de mis pobres o brillantes homilías?
Preguntas razonables y que podrían plantear serios problemas de coherencia a otras posibles tendencias enseñadas por personas de Iglesia, me refiero a quienes enseñan o abogan en este mundo de la predicación por la “necesaria” planificación de la predicación, método, es decir, prepararse en agosto o septiembre la mayor parte de las homilías que tendrá que predicar el resto del año, o bien, tener ya preparados ejemplos para cada ciclo litúrgico e ir llenando el Breviario de pequeñas notas y frases para decirlas en la homilía correspondiente y así, quedan adjudicados los mismos ejemplos que cíclicamente se irán repitiendo cada tres años, según sea el ciclo A, B ó C.
Atendiendo a las hipotéticas preguntas del imaginario sacerdote, tan provocativo y negativo podría resultar el que opta por una excesiva planificación, como quien opta por la improvisación dejado llevar de un supuesto “abandono confiado en la Providencia”, o simplemente, “que los curas estamos más liados que la pata de un romano y no nos da la vida”. Bien lo sabemos.
Antes de ahondar en la pedagogía en la predicación, me giro y miro al Maestro: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21 – Cfr. Directorio homilético)… “que acabáis de oír, acabáis de oír, acabáis de oír… “. Jesús les habla desde la cercanía, Jesús conoce a quienes le escuchan, Jesús probablemente con serenidad y sin solemnidad, levantaría la cabeza y les miraría con franqueza a los ojos, Jesús les interpela: “… acabáis de oír”. ¡Qué momento! esa mezcla de autoridad con bondad y sabiendo que esa su primera manifestación pública causaría sorpresa. No obstante, no dejaba de ser “el hijo del carpintero y de María”.
Y al poner los ojos en el Maestro, una sencilla moraleja: Jesús es cercano, familiar, amable, directo, elimina con su forma de presentarse barreras… Jesús les tutea, se sabe y considera parte de ellos, Él es comunidad. Claro, lo que la comunidad no se esperaba era aquello de: “Hoy se ha cumplido la Escritura”, vamos, que les declaró de sopetón: Yo soy el Mesías.
Esto de la pedagogía humana y divina nos dará mucho juego.
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