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Desde Nueva York, el Papa propone al clero «gratitud y laboriosidad» para servir a los pobres

El Papa Francisco apeló este jueves por la tarde a la gratitud y a la laboriosidad, “los dos pilares de la vida espiritual”, durante la celebración de las Vísperas con el clero, religiosos y religiosas estadounidenses en la catedral de San Patricio en Nueva York.

Así, el Pontífice instó a los fieles a dedicar el tiempo de descanso a servir “a los pobres, a los refugiados, a los inmigrantes, a los enfermos, a los explotados, a los ancianos que sufren la soledad, a los encarcelados y a tantos otros pobres de Dios”.

Antes de compartir esa reflexión con los asistentes, el Santo Padre quiso dedicar sus primeras palabras a los musulmanes por “la tragedia que su pueblo había sufrido en La Meca” [700 peregrinos musulmanes murieron y otros 860 resultaron heridos en una estampida durante la peregrinación que lleva a dos millones de personas estos días a la ciudad santa del Islam. Nota de ReL]

«Dos sentimientos tengo de hoy para con mis hermanos islámicos. Primero, mi saludo por celebrarse hoy el Día del Sacrificio. Hubiera querido que mi saludo fuese más caluroso. Segundo sentimiento, es mi cercanía. Mi cercanía ante la tragedia que su pueblo ha sufrido hoy en La Meca. En este momento de oración, me uno y nos unimos en la plegaria a Dios, nuestro Padre Todopoderoso y misericordioso», anunció.

Nada más entrar en la catedral de San Patricio, con las campanas doblando, Francisco admiró la majestuosidad del templo de estilo gótico reabierto después de tres años de trabajos.

El gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, el alcalde Bill Di Blasio y otros dignatarios ya lo habían recibido al pie de la escalinata del histórico edificio en plena Quinta Avenida.

En este lucido escenario, que calificó de bello y donde rezó para que los católicos refuercen “el reino de Dios en este país”, el Papa hizo referencia a los escándalos sexuales que ha vivido la Iglesia en Estados Unidos. “Los acompaño en este momento de dolor y dificultad”, dijo el Pontífice tras reconocer el sufrimiento por “la vergüenza causada por tantos hermanos que han herido y escandalizado a la Iglesia en sus hijos más indefensos”.

Como contrapunto, nombró a santa Elizabeth Ann Seton y a san John Neumann por su contribución a la educación católica. Una labor que desempeñaron “a costa de grandes sacrificios y con una caridad heroica”.

En el corazón de Manhattan, el Santo Padre volvió a levantar aplausos entre los presentes como hizo por la mañana en el Congreso en Washington DC; casi al final de su homilía en Nueva York, cuando expresó su admiración y gratitud a las religiosas de Estados Unidos. "¿Qué sería de la Iglesia sin ustedes? Mujeres fuertes, luchadoras; con ese espíritu de coraje que las pone en la primera línea del anuncio del Evangelio", subrayó el Papa antes de decirles que “las quiero mucho”.

Miles de neoyorquinos pudieron ver hoy por primera vez a Francisco mientras se dirigía a la catedral de San Patricio en el papamóvil.

Homilía completa en la catedral de San Patricio en Nueva York dirigida al clero estadounidense
Escuchamos al apóstol: «Alégrense, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas» (1P 1,6). Estas palabras nos recuerdan algo esencial: tenemos que vivir nuestra vocación con alegría.

Esta bella Catedral de San Patricio, construida a lo largo de muchos años con el sacrificio de tantos hombres y mujeres, es símbolo del trabajo de generaciones de sacerdotes, religiosos y laicos americanos que han contribuido a la edificación de la Iglesia en los Estados Unidos. Son muchos los sacerdotes y consagrados de este País que, no solo en el campo de la educación, han tenido un papel fundamental, ayudando a los padres en la labor de dar a sus hijos el alimento que los nutre para la vida.

Muchos lo hicieron a costa de grandes sacrificios y con una caridad heroica. Pienso, por ejemplo, en santa Isabel Ana Seton, cofundadora de la primera escuela católica gratuita para niñas en los Estados Unidos, o en san Juan Neumann, fundador del primer sistema de educación católica en este país.

Esta tarde, queridos hermanos y hermanas, he venido a rezar con ustedes, sacerdotes, consagradas, consagrados, para que nuestra vocación siga construyendo el gran edificio del Reino de Dios en este país. Sé que ustedes, como cuerpo presbiteral, junto con el Pueblo de Dios, recientemente han sufrido mucho a causa de la vergüenza provocada por tantos hermanos que han herido y escandalizado a la Iglesia en sus hijos más indefensos.

Con las palabras del Apocalipsis, les digo que ustedes «vienen de la gran tribulación» (7,13). Los acompaño en este momento de dolor y dificultad, así como agradezco a Dios el servicio que realizan acompañando al Pueblo de Dios. Con el propósito de ayudarles a seguir en el camino de la fidelidad a Jesucristo, y me permito hacer dos breves reflexiones.

La primera se refiere al espíritu de gratitud. La alegría de los hombres y mujeres que aman a Dios atrae a otros; los sacerdotes y los consagrados están llamados a descubrir y manifestar un gozo permanente por su vocación. La alegría brota de un corazón agradecido. Verdaderamente, hemos recibido mucho, tantas gracias, tantas bendiciones, y nos alegramos.

Nos hará bien volver sobre nuestra vida con la gracia de la memoria. Memoria de aquel primer llamado, memoria del camino recorrido, memoria de tantas gracias recibidas y sobre todo memoria del encuentro con Jesucristo en tantos momentos a lo largo del camino. Memoria del asombro que produce en nuestro corazón el encuentro con Jesucristo. Hermanas y hermanos, consagrados y sacerdotes, pedid la gracia de la memoria para hacer crecer el espíritu de gratitud. Preguntémonos: ¿Somos capaces de enumerar las bendiciones recibidas? ¿O me las he olvidado?

Un segundo aspecto es el espíritu de laboriosidad. Un corazón agradecido busca espontáneamente servir al Señor y llevar un estilo de vida de trabajo intenso. El recuerdo de lo mucho que Dios nos ha dado nos ayuda a entender que la renuncia a nosotros mismos para trabajar por Él y por los demás es el camino privilegiado para responder a su gran amor.

Sin embargo, y para ser honestos, tenemos que reconocer con qué facilidad se puede apagar este espíritu de generoso sacrificio personal. Esto puede suceder de dos maneras, y las dos maneras son ejemplo de la «espiritualidad mundana», que nos debilita en nuestro camino de mujeres y hombres consagrados, de servicio, y oscurece la fascinación, el estupor del primer encuentro con Jesucristo.

Podemos caer en la trampa de medir el valor de nuestros esfuerzos apostólicos con los criterios de la eficiencia, de la funcionalidad y del éxito externo, que rige el mundo de los negocios. Ciertamente, estas cosas son importantes. Se nos ha confiado una gran responsabilidad y justamente por ello el Pueblo de Dios espera de nosotros una correspondencia.

Pero el verdadero valor de nuestro apostolado se mide por el que tiene a los ojos de Dios. Ver y valorar las cosas desde la perspectiva de Dios exige que volvamos constantemente al comienzo de nuestra vocación y –no hace falta decirlo– exige una gran humildad. La cruz nos indica una forma distinta de medir el éxito: a nosotros nos corresponde sembrar, y Dios ve los frutos de nuestras fatigas. Si alguna vez nos pareciera que nuestros esfuerzos y trabajos se desmoronan y no dan fruto, tenemos que recordar que nosotros seguimos a Jesucristo, cuya vida, humanamente hablando, acabó en un fracaso: en el fracaso de la cruz.

El otro peligro surge cuando somos celosos de nuestro tiempo libre. Cuando pensamos que las comodidades mundanas nos ayudarán a servir mejor. El problema de este modo de razonar es que se puede ahogar la fuerza de la continua llamada de Dios a la conversión, al encuentro con Él. Poco a poco, pero de forma inexorable, disminuye nuestro espíritu de sacrificio, nuestro espíritu de renuncia y de trabajo. Y además nos aleja de las personas que sufren la pobreza material y se ven obligadas a hacer sacrificios más grandes que los nuestros, sin ser consagrados.

El descanso es necesario, así como un tiempo para el ocio y el enriquecimiento personal, pero debemos aprender a descansar de manera que aumente nuestro deseo de servir generosamente. La cercanía a los pobres, a los refugiados, a los inmigrantes, a los enfermos, a los explotados, a los ancianos que sufren la soledad, a los encarcelados y a tantos otros pobres de Dios nos enseñará otro tipo de descanso, más cristiano y generoso.

Gratitud y laboriosidad: estos son los dos pilares de la vida espiritual que deseaba compartir con ustedes, sacerdotes, religiosas y religiosos, esta tarde. Les doy las gracias por sus oraciones y su trabajo, así como por los sacrificios cotidianos que realizan en los diversos campos de apostolado. Muchos de ellos sólo los conoce Dios, pero dan mucho fruto a la vida de la Iglesia.

Quisiera, de modo especial, expresar mi admiración y mi gratitud a las religiosas de los Estados Unidos. ¿Qué sería de la Iglesia sin ustedes? Mujeres fuertes, luchadoras; con ese espíritu de coraje que las pone en la primera línea del anuncio del Evangelio. A ustedes, religiosas, hermanas y madres de este pueblo, quiero decirles «gracias», un «gracias» muy grande... y decirles también que las quiero mucho.

Sé que muchos de ustedes están afrontando el reto que supone la adaptación a un panorama pastoral en evolución. Al igual que San Pedro, les pido que, ante cualquier prueba que deban enfrentar, no pierdan la paz y respondan como hizo Cristo: dio gracias al Padre, tomó su cruz y miró hacia delante.

Queridos hermanos y hermanas, dentro de poco, de unos minutos, cantaremos el Magníficat. Pongamos en las manos de la Virgen María la obra que se nos ha confiado; unámonos a su acción de gracias al Señor por las grandes cosas que ha hecho y que seguirá haciendo en nosotros y en quienes tenemos el privilegio de servir. Que así sea.

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