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Desde el infierno (y VII): Rescatados

El cielo está preparado.

Las armaduras celestiales resplandecen entre las luces infinitas. Las grandes alas de los ángeles aletean con intensidad. Las almas de los santos brillan con fuerza en el blanco universo celeste.  

El sonido del gran Sofar irrumpe con fuerza entre las nubes y los ejércitos de Dios se ponen en marcha. Uno tras otro, ángeles y santos se dejan caer hacia el purgatorio y después de atravesarlo llegarán con potencia cósmica al infierno. Un río de luces celestiales cae y cae... y cae.  

El gran rescate está en marcha. 

El sabio está decidido a que su situación allí abajo tenga sentido, y eso pasa porque el alma que llora al otro lado de la pared de su prisión recuerde que, en algún momento antes de morir, se puso en paz con Dios. Después pensará en como salir de allí, pero lo primero es recuperar aquella alma. 

—Recuerda. Algo pasó. Durante quizá unos segundos comprendiste... 

—Yo solo recuerdo de mi vida en la tierra que fui una persona muy desdichada. Y a Dios no le vi por ninguna parte. Curas, iglesias y doctrinas solo me convirtieron en una persona tímida, insegura y pesimista.  

—Recuerda, recuerda...—insiste sin desmayo el sabio mientras comienza a rezar el rosario. 

—Solo recuerdo desgracias y sinsabores. 

—Hay penas que nos buscamos nosotros y otras que nos vienen para nuestro crecimiento interior. 

—¿Me busqué yo acaso la desgracia que me sobrevino? ¿Fui un mal creyente, una mala persona, quizás?—explota definitivamente el alma encerrada al otro lado del muro—Tu Dios, ese Dios de misericordia, de amor y de vida... 

Se frena como si fuera incapaz de pronunciar las palabras que se agolpan en su mente, se retiene como si fuera a vomitar. El sabio le invita a continuar: 

—¿Qué pasó? 

Por fin, el alma encadenada grita con la fuerza y la rabia de un alma sin consuelo: 

—¡Se llevó a mi hijo! 

El combate ha comenzado. 

Los ejércitos celestiales han irrumpido con furia en el universo infernal, horadando los estratos y niveles como si fueran de mantequilla. Los demonios, sin salir de su asombro comienzan a acudir en masa a la brecha. Los ángeles mantiene una barrera impenetrable con sus cuerpos y comienzan a recibir los primeros ataques demoníacos, mientras los Santos por dentro del pasillo de seguridad creado, continúan avanzando y excavando hacia abajo. 

—¿Qué hacéis aquí? Este no es vuestro lugar. Nos hacéis daño. Dejadnos solos con nuestra amargura. ¿Qué pretendéis con ésta locura cósmica? ¿A dónde queréis llegar con vuestra luz?—protestan los demonios con rabia, mientras los ángeles solo rezan y miran al cielo— ¿Es que os habéis cansado de vuestro Dios y habéis venido para quedaros? ¿A caso os ha decepcionado? A vuestro Dios y a vuestra iglesia se les llena la boca de amores y misericordias pero la realidad de la vida es otra, ¿Verdad?. Maldad, pobreza, injusticias... ¡Dios es un mounstruo! 

Los ángeles aguantan imperturbables las acechanzas de las masas endiabladas pero algunos de los santos comienzan a bloquearse y a frenar en su ímpetu. La fuerza de la excavación empieza a aminorar. No es que duden del amor de Dios y flaqueen en ese sentido, es que están en un universo infernal y su fuerza es limitada. Las potencias celestes van perdiendo fuerza... 

—No le pude echar la culpa a nadie, solo a Dios. Se lo llevó con 14 años de una enfermedad. ¿Qué clase de Dios es éste? No puede existir y si existe es un ser cruel e impío. ¿Cómo puede permitir tanta desgracia? 

—El edén lo perdemos por nuestra soberbia. Pero Cristo nos abrió las puertas celestiales—contesta el sabio con preocupación. 

—Palabras, palabras. El hecho es que la vida terrena es un mar de lágrimas, sin consuelo y sin esperanzas. Pasas toda la vida intentando ser bueno, justo e intachable y te pasan desgracias que no mereces. La vida es injusta, Dios es injusto... es mejor que no exista. 

—Tu tristeza y amargura son comprensibles pero... recuerda, algo te hizo cambiar... en algún momento. Solo lo sabes tú. Bucea en tus recuerdos. ¡Despierta!—grita el sabio en un intento desesperado de que su hermano reaccione. 

Los ruidos de la batalla comienzan a oirse. El sabio comprende que han venido a por ellos y su luz empieza a brillar con una fuerza incontenible. El infierno en su totalidad está avisado de la irrupción celestial y todos los diablos están en pie de guerra. Las culebras demoníacas comienzan a acercarse entre las grietas de los muros. Si el alma vecina no recuerda pronto que hubo un momento que se congració con Dios a pesar de sus desdichas, las serpientes lo rodearan y sofocarán cualquier esperanza y todo habrá acabado. 

Los ángeles mantienen la barrera contra los atacantes pero los Santos ya no avanzan. No pueden seguir horadando el hormigón infernal. Se han quedado a pocos metros del nivel dónde se encuentra el sabio y no pueden hacer nada por continuar. Parece que la situación se ha quedado estancada. Solo queda aguantar la presión infernal y esperar... 

—¡Recuerda!—grita desesperado el sabio, mientras el alma rescatada empieza a ser rodeada por las culebras infernales que lo adormecen, lo atan y lo apagan—Recuerda que en algún momento antes de morir, tuviste un pensamiento esperanzador ¡Creíste que volverías a ver a tu hijo! ¡Concebiste en tu interior la posibilidad de que el cielo existiera y que tu hijito estaría esperándote! 

El sabio nota a través del muro que sus palabras han sido escuchadas, el alma vecina comienza a deshacerse de las culebras insidiosas, abre los ojos, reacciona y explota: 

—¡Sí, es verdad. Eso fue lo que pasó! 

—¡Es cierto, tu hijo te espera allá arriba con los brazos abiertos, no pierdas esta oportunidad! 

Y en ese momento la pared que separa al sabio de su vecino estalla en mil pedazos con gran estruendo y las dos almas se abrazan con una alegría cósmica que revienta de luz el lugar. Ambos lloran de emoción y el calor del amor los envuelve. El sabio comprueba que su fe no ha sido en vano, que todo su camino estaba marcado por el Padre y por mucho que pareciera contradictorio y penoso, había merecido la pena y tenía su sentido. El plan de Dios era perfecto y un alma más sería rescatada para los cielos... 

Pero ¿cómo? 

Queda una barrera más. La distancia entre ellos y los ejércitos celestiales es fina pero infranqueable. ¿Cómo saldrán definitivamente de allí? La presión de los demonios se hace cada vez más insoportable y los ángeles y Santos se ven incapaces de aguantar abierto el pasillo abierto a través del infierno, por mucho tiempo más. Y nadie tiene ya más recursos que la oración. Los ángeles cantan loas a Dios manteniendo la barrera a duras penas frente al griterío espantoso de los demonios enfurecidos y fuera de sí. Y los santos rezan con fuerza pero con inquietud, tapando las gritas que comienzan a aparecer entre los ángeles. Si los demonios comienzan a colarse en el pasillo de seguridad todo habrá acabado.  

La presión es insoportable y el último suspiro ha llegado. Deben abortar la operación y volver a las regiones celestiales con las manos vacías. Bernardo y Juana se miran mientras contienen a varios demonios que intentan abrirse paso entre los cuerpos celestiales de los ángeles y comprenden que deben dar la orden de retirada. Bernardo levanta el brazo y cuando está a punto de gritar la retirada, se escucha un gran estruendo que remueve todo el espacio espiritual. 
La voz de Cristo resuena hasta el último rincón del universo:
 

—¡Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme! 

Y en ese momento, un gran río de luz y fuerza desciende por el pasillo abierto por las huestes celestiales, llega hasta la última barrera que separa al sabio y su rescatado del resto y rompe en mil pedazos el muro, dejando al descubierto un gran boquete por el que una multitud de Santos se abalanzan abajo sin perder un minuto, ante la estupefacción del infierno en general. Bernardo de Claraval agarra a Juana de Arco y ésta agarra al sabio, que a su vez, no suelta a su rescatado. Comienza así un movimiento de repliegue general hacia arriba. Velozmente suben los rescatados en compañía de los Santos mientras los ángeles cierran las espaldas aguantando las últimas y desesperadas embestidas demoníacas que se saben fracasadas... una vez más. En cuestión de segundos, todo el ejército celestial con su botín sale del universo infernal mientras las garras de los demonios enfurecidos de rabia se intentan colar entre las puertas del infierno con frustración e impotencia ante la presa fugada. El contingente celestial atraviesa el purgatorio y la luz y el calor del amor se hacen cada vez más potentes, mientras el sabio viaja cómodo y satisfecho entre las alas de los ángeles. Las trompetas celestiales y los cuernos de la reunión se oyen  ya cercanos.
Todos están entusiasmados con la proeza y los 
arcá
ngeles abren las puertas del cielo al ejército que retorna. Los grandes santos esperan a sus hermanos con emoción y las voces de los ángeles entonan cánticos de alegría, mientras el sabio medita en su interior las grandezas de Dios y su sabiduría infinita.  

Y antes de ingresar en los cielos superiores, echa una última mirada allá abajo, donde el purgatorio termina, y reconoce unos ojos llenos de ira que lo miran desde la oscuridad. Unos ojos llenos de desesperanza y rabia. Unos ojos que no quiere volver a ver. Unos ojos anónimos que pertenecen a alguien que no quiso dejarse amar por Dios.  

Unos ojos que odian... desde el infierno. 

"Cuando Yahveh hizo volver a los cautivos de Sióncomo soñando nos quedamos; entonces se llenó de risa nuestra boca y nuestros labios de gritos de alegría.  

Entonces se decía entre las naciones: ¡Grandes cosas ha hecho Yahveh con éstos!¡Sí, grandes cosas hizo con nosotros Yahveh, el gozo nos colmaba!¡Haz volver, Yahveh, a nuestros cautivos como torrentes en el Négueb 

Los que siembran con lágrimas cosechan entre cánticos. Al ir, va llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando trayendo sus gavillas" (Sal 126) 

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