Carta de Tomás Moro a un amigo homosexual
Muy querido hermano en Cristo:
No es la primera vez que te escribo o que tú me escribes. Sin embargo, es la primera vez que te llamo “hermano en Cristo”, pues lo somos: somos hermanos en Cristo, aunque te disguste la expresión y yo, por no discutir demasiado, nunca la haya utilizado antes.
Hasta hoy, querido hermano.
Somos hermanos en Cristo porque somos hijos de Dios. No solo tú y yo, naturalmente. Todos los seres humanos somos hijos de Dios. El hecho de que no lo creas no te concede ningún tipo de ventaja o desventaja sobre mí. Podrías hablarme de que no tienes el don de la fe, y yo te daría la razón. Pero la fe no es más que una mirada sobre la realidad, sobre la historia: la del pasado y la del momento presente. Una mirada de amor. Sin esa mirada de amor, que transforma la historia pasada y presente, y la realidad más inmediata, no se puede hablar de fe en Dios. Y quien hable de fe en Dios y no tenga amor, miente.
Digo todo esto para subrayar que te hablo desde el amor. O lo que es lo mismo: desde la sinceridad absoluta que solo busca el bien de quien escucha.
Y te digo, hermano, que tus amigos católicos no pueden ir a tu boda con otro hombre. También te digo que, si les amas, no puedes poner sobre su conciencia un peso de esta magnitud. No hay ley que te impida casarte con un hombre, como no hay ley que pueda obligar a los cristianos a ir a una “boda gay”, como decís en vuestro siglo.
Tus amigos también te aman y más profundamente de lo que crees: ven a Cristo en el amigo y están dispuestos a dar la vida por el amigo. Incluso la vida social, familiar o profesional. Porque si no van a tu boda serán criticados, señalados, insultados y marginados, desgraciadamente, por parte de otros amigos, o de familiares próximos, o de, tal vez, hermanos en la sangre.
Y si asistieran a tu boda te estarían haciendo un flaco favor. Incluso tú, que no crees, pensarías que su fe es endeble, sin valor. Incluso tú pensarías que, en el fondo, ellos también se adaptan a todo, a cualquier moda.
No asistirán, hermano. Yo perdí la cabeza por oponerme a un divorcio, pero la perdí un instante. Tú la puedes perder para siempre y tus amigos católicos, por toda la eternidad (“siempre” no es lo mismo que “eterno”). Aquí en Lothlórien –que es lo más parecido al Cielo que os han descrito en lenguaje humano: mi compatriota Tolkien, ya sabes-, aquí en Lothlórien llevo la cabeza sobre los hombros, por supuesto.
¡Un divorcio! ¿Qué pensaríais de mí en vuestro siglo? Un loco fanático, sin duda; un ¿cómo decís? ¿Integrista? Pero lo que “Dios ha unido, que no lo separe el hombre”, dice el Señor.
Y también dice: “No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.”
Hay, por último, otra cuestión importante. Si desde algunas instancias del “poder políticamente correcto” -¿es que la política debería no ser correcta? ¡Decís unas cosas en vuestro siglo!-, si, digo, desde algunas instancias del poder se ha criticado la llamada “imposición social de la moral cristiana”, la corrección, la justicia y la ecuanimidad me obligan a denunciar que no puede imponerse “la moral homosexualista” o, como también decís ahora, “de género”, haciendo de la gramática un elemento destructor de esa realidad y de esa naturaleza que, rendidos a la ecología, veneráis por otra parte como si fuese dios.
Pero aquí tendría que avisar a mi amigo Francisco de Asís, incluso a mi compatriota Gilbert Keith; sin embargo, andan demasiado ocupados poniendo orden en su Orden, el uno, y en su amado país, que es el mío, el otro.
Y aunque no vayan a tu boda, como tampoco yo, te quieren, amado hermano.
Un abrazo en Cristo,
Tomás.
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