La sangre de los sacerdotes
Evidentemente, es la sangre de Cristo la que se entrega por nosotros en el cáliz, renovando así el sacrificio único que tuvo lugar en el Calvario. Sin embargo, los sacerdotes hemos de configurar místicamente nuestra vida con este misterio. ¿No es nuestra vocación la de entregarnos por todos los hombres? Nuestra vida es un sacrificio de suave olor para Dios. Nos entregamos, nos derramamos, nos consumimos por los hombres que Dios nos ha encomendado. Nos dejamos desgastar y consumir para saciar la sed de amor de los hombres, al igual que Cristo hizo con su sangre. Unimos la ofrenda de nuestras vidas al sacrificio que ofrecemos, y vamos dando nuestra sangre, poco a poco, por la salvación del mundo, para el perdón de sus pecados. Místicamente, cuando pronunciamos las palabras de la consagración, se realiza en nosotros lo que conmemoramos, ya que el Señor ha querido asociarnos a su misión mediadora y redentora. Al decir, “esta es mi sangre”, ciertamente lo hacemos “in persona Christi”, pero también lo hacemos en propia persona, uniendo místicamente el sacrificio de nuestra vida al de Cristo. En el cáliz se asocian nuestra sangre y la de Cristo, para la redención del mundo.
Y la eficacia de esta ofrenda de nuestra vida va más allá de lo que dejan ver nuestros aparentes “éxitos” o “fracasos” pastorales, al igual que la ofrenda de la Cruz de Cristo excedía aquel momento concreto y llegaba, invisiblemente, a todos los hombres. Lo más importante en nuestra vida no es lo que hagamos, es el hecho de que hemos entregado totalmente nuestra vida a la voluntad de Dios y nos hemos hecho ofrenda con Cristo por la salvación del mundo. Y la eficacia de este ofrecimiento es invisible, y trasciende todo tiempo y lugar. Sólo conoceremos la eficacia de nuestra vida entregada cuando lleguemos al Reino.
“Haced esto en conmemoración mía”. Ciertamente se refería a la repetición del signo eucarístico, pero también a la entrega total de la carne y la sangre que tenía lugar anticipadamente en la Última Cena y que se consumaría en la Cruz. Así también la Eucaristía es una realización sacramental de lo que debe suceder en nuestras vidas sacerdotales. Con la entrega de nuestra vida damos nuestra carne y sangre para saciar el hambre y la sed de los hombres.
“Considera lo que realizas, e imita lo que conmemoras, y configura tu vida con el misterio de la Cruz del Señor”. Son las palabras que nos dijeron al entregarnos el cáliz y la patena el día de nuestra ordenación. Nuestra vocación es sublime, para la cual no somos dignos.
“Este es el cáliz de mi sangre”. Hemos de luchar por pronunciar esas palabras conscientemente, no sólo en el sentido de que estamos realizando lo que Jesús realizó, sino también en el sentido de que nuestra vida está comprometida en ellas. Hemos de dar nuestra vida, ponerla en el cáliz, derramarla para que beban todos, día a día, hasta la última gota. Sólo así seremos dignos colaboradores de nuestro Redentor, que no vino a que le sirvan, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos.
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